Y José Luisa bajó al trastero
Querido Bea-Murguía,
ante todo, la amistad me obliga, me gustaría que supieras que mi primera reacción, tras leer la entrada "José Luis va al punto limpio", fue cagarme en tu puta madre. "Menudo amigo", pensé, "que larga a las primeras de cambio las confesiones que le hice en una noche de flojera". De sobra sé que un secreto que conoce más de uno deja de ser tal, pero sólo te hice partícipe de mi delito porque, como dice Soren Kierkegaard en "Diario de un seductor", "nada que corra tanto como el pecador delante de su falta": sentí que liberaba mi conciencia confesándole a un amigo mi mala acción.
En buena hora.
Ahora estoy paranoico esperando al momento en que el CSI de las basuras de la Comunidad de Madrid descubra restos de tejidos epiteliales míos en el teléfono portátil o partículas de cerumen en su auricular o perdigones fosilizados encajados en los agujeros del micrófono como chinas en el relieve de la suela de los zapatos. Estoy cagado.
Menos mal que usaste un nombre figurado. Si llegas a decir que, en verdad, me llamo Pedro José Garcinuño, yo te reviento.
Con estas, te confieso, mi querido Bea-Murguía, que estaba yo en el salón de mi casa mascullando una maldición para el día en que me atacó aquella flojera moral y confesé mi delito como quien se quiere quitar de encima parte del peso de un amor prohibido compartiéndolo con un amigo, y estaba dándole vueltas a mi venganza, verde, taciturno y con el ceño fruncido hasta el dolor de entrecejo, cuando la que tú llamas José Luisa despejó en parte mis nubarrones con un sorprendente...
-- José Luis -por seguir con tus nombres-, voy al trastero a bajar esa caja...
-- ¿Que vas a dónde?
-- Al trastero...
No podía creerlo. Sin duda, pensé, es una casualidad.
-- ¿Te acuerdas de por dónde cae más o menos o te dibujo un mapa?
-- Pues claro que me acuerdo.
Acto seguido, se puso a amasar llaves en busca de las apropiadas para su excursión. En mi casa hay dos sitios donde uno puede encontrar las llaves que busca: el primero es un pequeño cuenco de palo de rosa que compramos en Nairobi. Este es el más fácil. Según entra uno en el hogar, cling clang clung, suelta todas sus llaves en el cuenco y, como no tienen patas, al día siguiente, están en el mismo sitio. Parece un milagro, pero es una cuestión de física pura y dura. Ahorra mucho tiempo en búsquedas desesperadas de las llaves del coche en días de estrés.
La segunda opción es múltiple y desconcertante, pero bastante segura: cualquiera de los bolsos de ella... Siempre que uno se atreva a meter la mano en la boca del hipopótamo.
Tengo que decir que dio con las llaves correctas a la primera. Sería injusto y falaz decir otra cosa. Fue muy inesperado porque José Luisa no había bajado al trastero desde que, en 1999, el tipo que nos vendió la casa nos lo enseñó, aunque, precisamente por ese mismo motivo, no cabía posibilidad alguna de que las llaves estuvieran en el profundo lago de uno de sus bolsos. Estaban en el cuenco donde yo las había dejado la última vez. Las cogió con dos dedicos, como un niño que levanta por la cola a una lagartija, pero se ve que dudó y me preguntó:
-- Son éstas, ¿no?
-- ¿Tres iguales en un llavero de raqueta? -inquirí sin levantar la mirada, mostrando seguridad.
-- Sí.
-- Correcto.
Y José Luisa bajó al trastero.
-- Llévate el móvil por si acaso... -grité con sorna.
-- ¡Gilipollas! -me contestó dulcemente.
-- ¡Una mochila con provisiones! ¡La brújula!
Comprenderás, Bea-Murguía, que este acontecimiento inesperado contribuyó en buena parte a refrenar las malas intenciones que había acumulado contra ti. Aunque aún estaba rencoroso, y en el fondo te atribuía el mérito, preferí pensar, como te he dicho, que era una casualidad, que José Luisa no había leído tu entrada.
Sin embargo, al día siguiente, Bea-Murguía... ¡Al día siguiente!, que era sábado, por la mañana, mi José Luisa, tenía que salir a no recuerdo qué, vino a despedirse y a anunciarme...
-- Hasta luego, José Luis... Me llevo la basura...
¿Me llevo la basura? ¡Y eso que aún no había ganado Barack Obama! ¡Me llevo la basura!
Esto quise verlo con mis propios ojos. Fui corriendo a la puerta a verla salir y, efectivamente, llevaba la bolsa negra de la basura en su mano derecha. Le sujeté la puerta y tal era la emoción que me embargaba que, a falta de palabras, me puse a tararear "Pompa y circunstancia" de Elgar.
Olvidé el rencor, desterré la vengaza, concluí que ya era demasiado para que fuera una casualidad y tal era mi dicha, tan importante este paso en la liberación del hombre que, al seguirla con la mirada, mientras los compases de Sir Edward Elgar envolvían mi alegría, ni siquiera le miré el culo.
-- Gracias Bea-Murguía - pensé y me resbalaron dos enormes lagrimones-. Gracias. Tú eres un amigo.
Tuyo afectísimo
José Luis
ante todo, la amistad me obliga, me gustaría que supieras que mi primera reacción, tras leer la entrada "José Luis va al punto limpio", fue cagarme en tu puta madre. "Menudo amigo", pensé, "que larga a las primeras de cambio las confesiones que le hice en una noche de flojera". De sobra sé que un secreto que conoce más de uno deja de ser tal, pero sólo te hice partícipe de mi delito porque, como dice Soren Kierkegaard en "Diario de un seductor", "nada que corra tanto como el pecador delante de su falta": sentí que liberaba mi conciencia confesándole a un amigo mi mala acción.
En buena hora.
Ahora estoy paranoico esperando al momento en que el CSI de las basuras de la Comunidad de Madrid descubra restos de tejidos epiteliales míos en el teléfono portátil o partículas de cerumen en su auricular o perdigones fosilizados encajados en los agujeros del micrófono como chinas en el relieve de la suela de los zapatos. Estoy cagado.
Menos mal que usaste un nombre figurado. Si llegas a decir que, en verdad, me llamo Pedro José Garcinuño, yo te reviento.
Con estas, te confieso, mi querido Bea-Murguía, que estaba yo en el salón de mi casa mascullando una maldición para el día en que me atacó aquella flojera moral y confesé mi delito como quien se quiere quitar de encima parte del peso de un amor prohibido compartiéndolo con un amigo, y estaba dándole vueltas a mi venganza, verde, taciturno y con el ceño fruncido hasta el dolor de entrecejo, cuando la que tú llamas José Luisa despejó en parte mis nubarrones con un sorprendente...
-- José Luis -por seguir con tus nombres-, voy al trastero a bajar esa caja...
-- ¿Que vas a dónde?
-- Al trastero...
No podía creerlo. Sin duda, pensé, es una casualidad.
-- ¿Te acuerdas de por dónde cae más o menos o te dibujo un mapa?
-- Pues claro que me acuerdo.
Acto seguido, se puso a amasar llaves en busca de las apropiadas para su excursión. En mi casa hay dos sitios donde uno puede encontrar las llaves que busca: el primero es un pequeño cuenco de palo de rosa que compramos en Nairobi. Este es el más fácil. Según entra uno en el hogar, cling clang clung, suelta todas sus llaves en el cuenco y, como no tienen patas, al día siguiente, están en el mismo sitio. Parece un milagro, pero es una cuestión de física pura y dura. Ahorra mucho tiempo en búsquedas desesperadas de las llaves del coche en días de estrés.
La segunda opción es múltiple y desconcertante, pero bastante segura: cualquiera de los bolsos de ella... Siempre que uno se atreva a meter la mano en la boca del hipopótamo.
Tengo que decir que dio con las llaves correctas a la primera. Sería injusto y falaz decir otra cosa. Fue muy inesperado porque José Luisa no había bajado al trastero desde que, en 1999, el tipo que nos vendió la casa nos lo enseñó, aunque, precisamente por ese mismo motivo, no cabía posibilidad alguna de que las llaves estuvieran en el profundo lago de uno de sus bolsos. Estaban en el cuenco donde yo las había dejado la última vez. Las cogió con dos dedicos, como un niño que levanta por la cola a una lagartija, pero se ve que dudó y me preguntó:
-- Son éstas, ¿no?
-- ¿Tres iguales en un llavero de raqueta? -inquirí sin levantar la mirada, mostrando seguridad.
-- Sí.
-- Correcto.
Y José Luisa bajó al trastero.
-- Llévate el móvil por si acaso... -grité con sorna.
-- ¡Gilipollas! -me contestó dulcemente.
-- ¡Una mochila con provisiones! ¡La brújula!
Comprenderás, Bea-Murguía, que este acontecimiento inesperado contribuyó en buena parte a refrenar las malas intenciones que había acumulado contra ti. Aunque aún estaba rencoroso, y en el fondo te atribuía el mérito, preferí pensar, como te he dicho, que era una casualidad, que José Luisa no había leído tu entrada.
Sin embargo, al día siguiente, Bea-Murguía... ¡Al día siguiente!, que era sábado, por la mañana, mi José Luisa, tenía que salir a no recuerdo qué, vino a despedirse y a anunciarme...
-- Hasta luego, José Luis... Me llevo la basura...
¿Me llevo la basura? ¡Y eso que aún no había ganado Barack Obama! ¡Me llevo la basura!
Esto quise verlo con mis propios ojos. Fui corriendo a la puerta a verla salir y, efectivamente, llevaba la bolsa negra de la basura en su mano derecha. Le sujeté la puerta y tal era la emoción que me embargaba que, a falta de palabras, me puse a tararear "Pompa y circunstancia" de Elgar.
Olvidé el rencor, desterré la vengaza, concluí que ya era demasiado para que fuera una casualidad y tal era mi dicha, tan importante este paso en la liberación del hombre que, al seguirla con la mirada, mientras los compases de Sir Edward Elgar envolvían mi alegría, ni siquiera le miré el culo.
-- Gracias Bea-Murguía - pensé y me resbalaron dos enormes lagrimones-. Gracias. Tú eres un amigo.
Tuyo afectísimo
José Luis
4 Comments:
JAJAJAJAJAJA!
Cada vez que pienso en el madimonio, me doy una vuelta por aquí para vacunarme.
Ja! Como para haberle dibujado un mapa! Si no saben leerlos, las JoseLuisas.
Bajar es el verbo clave en la relación esposa-esposo.
Ella nos dice, "Cariño...
- baja la basura.
- baja al perro.
- baja al niño de la silla/estantería/un tercer continente a elección.
- baja a mi madre del pueblo.
- baja la maleta del altillo.
- baja el volumen de la música/tele/ordenador."
¡Baja, baja, baja! Y luego se extrañen de que, con los años, aquello no suba.
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