Por siempre, Toneti
No sabía muy bien cómo comenzar esta entrada... Ha pasado tanto tiempo... Un arranque bueno, contundente, demoledor, suele ser lo mejor para introducirle a usted de lleno en otro breve capítulo de mi vida. Algo así como:
-- ¿¿Cómo están ustedes??
No es para menos, ya lo verán. Cuando llego a mi casa y cuento las cosas que me pasan por ahí, mi mujer me dice: "Me he casado con Toneti".
Ya ha pasado el 16 de abril, día en que recuperé mi vida normal, después de hacerme alrededor de 15.000 kilómetros por toda España con el tema del tabaco... Ya saben. La entrada no va de esto, por supuesto.
Va de que cuando uno sale de viaje, y más cuando se pasa mes y medio de aquí para allá todo el día, de arriba a abajo como el imperio Asirio, aderezado con el sacrificio ritual de neuronas en Semana Santa, es normal que tenga un despiste. Uno sin mucha importancia o depende de cómo se mire. Si usted hubiera hecho la maleta 18 ó 22 veces en el último mes y medio, a no ser que sea usted sistemático con un punto esquizoide, puede haberse olvidado de meter la corbata un día o puede haber calculado mal la relación número de calzoncillos/días fuera de casa y verse obligado a repetir prenda interior... No es mi caso.
Mi caso es peor.
Háganse a una idea... Viajes de Bea-Murguía desde el 4 de marzo al 15 de abril de 2010:
4 de marzo: Sevilla
5 de marzo: Roma
8 de marzo: Barcelona
10 de marzo: Bilbao
11 de marzo: Zaragoza
12 de marzo: Valencia
16 de marzo: Trieste
17 de marzo: Liubliana
18 de marzo: Zagreb
19 de marzo: Sarajevo
20 de marzo: Mostar-Dubrovnik
21 de marzo: Split-Zadar
22 de marzo: Rijeka-Pula
23 de marzo: Venecia (de vuelta a Madrid)
25 de marzo: Oviedo
26 de marzo: Santander
29 de marzo: La Coruña
31 de marzo: Toledo
1 de abril: Segovia
5 de abril: Santa Cruz de Tenerife
6 de abril: Las Palmas de Gran Canaria
8 de abril: Valladolid
9 de abril: Palma de Mallorca
12 de abril: Mérida
13 de abril: Murcia
14 de abril: Pamplona
15 de abril: Logroño
Sin contar los viajes en avión a Roma y Venecia... Lo dicho: 15.200 kilómetros, más 2.000 kilómetros por los Balcanes. Supongo que justifica bastante bien, y espero su comprensión, que un día me plantara delante de la prensa despeinado o con un calcetín de cada color o con cualquier otra calamidad made in Toneti, a lo que yo tengo mi tendencia natural.
Añadan a todos los enseres personales que son preceptivos en cualquier viaje, todo el material necesario para organizar las ruedas de prensa. Soy incapaz de enumerarlo ahora, porque era tan incapaz de recordarlo entero antes de cada viaje que tenía loca a mi compañera Tamara. Como no me fío de mi memoria (para ciertas cosas), Tamara llevaba una lista que repasábamos juntos antes para que no faltara nada. Y aún así.
El día que me sentí más cerca de mi esencia Toneti fue el 5 de abril. Llegué a Santa Cruz de Tenerife, después de la animada celebración de la pasión de Cristo a la que hice referencia en la entrada "El sigilencio". Quizá demasiada. Digamos que en Semana Santa, en el pueblo, soy partidario de la nocturnidad alevosa, de la juja, de cerrar los bares y de acompañar a Mariví a su casa a las siete de la mañana para darle un beso de buenas noches a Jose. Como ya no tengo 20 años, me suele suceder que el domingo ando con una caraja mental importante, estoy atolondrado, como si estuviera de vuelta del otro lado del Atlántico y el jetlag se hubiera apoderado de mí.
Aterricé en Los Rodeos el 5 de abril con las pilas ya muy bajitas. Sentía el peso de los kilómetros recorridos, por supuesto, y el pesimismo de las dos siguientes semanas de intenso e ingrato viaje, a lo que había que añadir el injustificado retraso en el embarque y un vuelo de mierda, encajonado, arrugado en un verso de Lorca:
Como lloran los niños del último banco
No sé cómo permiten a las compañías aéreas vender asientos como el 31F que me tocó a mí en ese vuelo largo y tortuoso, lleno de baches, a Santa Cruz. Las condiciones legales para el transporte de ganado son bastante más exigentes. Este mundo se ha vuelto un poco loco: la peña se desgañita peleando por los derechos de los animales, mientras acepta con absoluto borreguismo el maltrato humano con que nos premian las autoridades aeroportuarias y las compañías aéreas. Mi plaza no era de business, absolutamente inasumible para mi presupuesto exiguo, ni de turista: era de contorsionista.
Después de 16 aviones en un mes... Estaba al borde de la derrota.
Añadan a todo esto que no tenía tabaco. Como ven, no encuentro más que excusas, pero trato de ser minucioso en el relato de estos hechos. Cuando llegué a Los Rodeos ya era de noche. No me había fumado un cigarrillo desde las tres de la tarde y no había ninguna posibilidad de comprar tabaco en el aeropuerto. Entiéndame: no es que tuviera mono, que yo no creo en esas cosas, es que el cigarrillo me ayuda, y mucho, a tomarme las dificultades con más tranquilidad. Si no hay tabaco, ni pido, ni me vuelvo loco buscando donde comprar, me espero y punto. Revolví entre mis papeles hasta dar con el bono del hotel y cogí un taxi.
Aquí llegó la primera confusión: la dirección era correcta, el bono no dejaba lugar a dudas, la mujer de recepción era bien simpática, pero tenía un ordenador antipatiquísimo que no me dejaba pasar la noche allí, que decía que no había reserva a mi nombre. Probamos con varios nombres, alguno al azar (por si colaba), incluso le dije que estaba dispuesto a compartir habitación, dependiendo de con quién, que me fiaba de ella, que me lo mirara bien mirado. Ella era bien simpática y habría nacido entre nosotros una bonita amistad, si no llega a ser porque me dio por mirar de nuevo mis papeles y, con un poco de ayuda telefónica, encontré el bono correcto.
-- Sí que lo siento -le dije-. Me quedaría encantado en su casa, pero este no es mi hotel. Lo dice este papelico que es más listo que yo.
-- Lo lamento mucho -sólo dijo esto, pero yo interpreté lo que me dio la gana. No me voy a extender en este extremo demasiado que luego me echan la bronca en casa.
-- ¿Venden ustedes tabaco?
-- No, señor, lo siento, pero si sale, a la derecha, encontrará un sitio donde sí venden.
-- Muchas gracias. Lamento haberle hecho perder el tiempo.
-- No se preocupe.
Cogí mi ligero equipaje, compuesto por cinco bultos, me lo colgué del cuerpo como pude y tiré a la derecha. El único lugar que vi abierto era un bar llamado "La Bruja". Pensaba comprar tabaco, pillar un taxi y marcharme a mi hotel, al de verdad, pero cuando con muchas dificultades abrí la puerta del local y entré, aquello no me pareció un bar. Pensé que sería un restaurante, porque ante mí se abrió una especie de recibidor bizarro, en el que un espeso cortinaje de ciertopelo tapaba la vista de la sala coronado con un bandó que rozaba lo kitsch. Asomé la cabeza por entre el burdeos de las cortinas y...
-- ¡Huy! Lo siento. Creo que me he vuelto a equivocar.
Era un restaurante, bastante hortera, con ambiente a media luz, que es un brujo el amor, especializado en conejo. Si en lugar de buscar tabaco, mi entrada en "La Bruja" hubiera respondido a otro fin, sólo con ver la atmósfera decadente de la sala, se me habrían pasado las ganas. ¡Qué tristeza me dan estos sitios!
Me marché huyendo, como corresponde a un hombre (sobre todo a uno extremadamente cansado), enganché un taxi que acertó a volar justo en ese momento por mi lado, sin tabaco, arrastrando mis cinco bultos cerca de la hora de las brujas y me fui a mi hotel, el bueno, el de verdad. Cuando ya estaba montado en el taxi, que muy discreto no me pidió explicaciones ni esbozó ninguna sonrisilla cómplice, asomó, como para exonerarme, la cabeza calva de un hombre, con pinta de mayordomo del Capitán Haddok, por la puerta del puticlub, supongo que extrañado por la breve visita.
-- No era lo que yo pensaba -aunque no tenía por qué darle ninguna explicación al taxista-. Ni es lo que usted está pensando: sólo quería comprar tabaco.
-- Ya, ya. Como todos, señor. ¿Quiere usted un cigarrillo?
-- Sí, por favor.
Las cosas acabaron de enderezarse cuando, al lado del hotel, vi una tienda 24 horas donde pude comprarme un paquete de tabaco. Me registré, esta vez todo era correcto, subí a mi habitación, mandé un mensaje a Tamara para decirle que ya me había encontrado y ubicado, que estuviera tranquila, deshice la maleta, para intentar que el traje y la camisa no parecieran, al día siguiente, el cortinaje del recibidor de un lupanar y...
¿A quién no se le ha olvidado algo alguna vez? La maquinilla de afeitar... El colutorio... No sé... El cargador del móvil... La cartela, el cartel, las tarjetas de visita, el cartón-pluma, las notas de prensa de una cosa o de la otra, el proyector, el ordenador, la cámara de fotos, el su puta madre.
Llamé a Tamara. Ella estaba en Gran Canaria, en su casa, y volaba a la mañana siguiente para reunirse conmigo en Tenerife. Era bien tarde y no se me ocurría otra solución:
-- Te vas a reír, Tamara, pero... Necesito un favorcillo...
-- A ver -creo que empieza a conocerme.
-- Esto... Mañana, cuando embarques, si sales un poquito antes, te pasas por las tiendas del aeropuerto y me compras... Unos zapatos negros del 42...
Antes de meterlo todo en la maleta, como yo también empiezo a conocerme, saco toda la ropa, la coloco encima de la cama, la repaso y, después, cuando estoy seguro de que está todo, hago el equipaje. Pues los zapatos se quedaron allí, preparados para ser metidos en la maleta, pero al pie de la cama. Mis alternativas eran: o voy con traje y zapatillas de deporte y me lo hago de moderno o me pongo los vaqueros y miento, digo que me han perdido la maleta en el aeropuerto, en plan excusa. Ésta era la alternativa que más veces sopesé. Después, como posible solución, a pesar de que me daba mucha vergüenza, llamé a Tamara.
Se descojonó de mí, claro.
Me acosté, cansado, pero no pegué ojo a cuenta de los zapatos.
A la mañana siguiente, recibí un mensaje de mi compi: "Me he dado cuenta de lo bien que vivimos en Canarias. Todo cerrado. Te llevo unos de mi padre. Son marrones". Me los trajo al hotel y empecé a dar vueltas por Santa Cruz con unos zapatos que me quedaban dos tallas grandes, por lo menos.
Lo malo del los zapatos de Tono, el padre de Tamara, es que a Toneti, el payaso que siempre la lía, le recordaban, a cada paso, lo memo que es. No estaba nada cómodo y, como de todas formas hacía tiempo que tenía que comprarme un par nuevo, a media mañana, en un huequillo, me pasé por el Corte Inglés y me hice con unos.
Al día siguiente, en Vecindario, Gran Canaria, le había dicho a Tamara que se olvidara de mí, que no sintiera la obligación de darme un paseo o de entretenerme. Ella tiene allí, en el fantástico enclave de Sardina, a su familia, a sus amigos y a sus novios y no quería que tuviera que estar pendiente de mí. Yo me iba a dar una ducha, que al final no me di, y a quedarme en el hotel, no porque el plan me guste, que no (estoy saturado ya de la impersonalidad pulcra de las habitaciones de hotel), que prefería mil veces salir a tomarme una caña con ella o cenar, sino por no ser una carga, porque para Tamara (y no lo digo sólo por los zapatos), en el fondo, yo soy parte del trabajo. No era plan.
-- Mis padres quieren invitarte a cenar -me dijo.
Acepté de mil amores y sin dudar, no sólo por educación, sino porque entre el plan "quedarme en el hotel" y cenar con gente agradable, como Tamara, Alicia y Tono, no había color. Me llevaron a un restaurante canario, no típicamente canario, a comer lapas en un pueblo llamado Pozo Izquierdo. Estuvo muy bien la cena, muy rico todo, y ellos me cayeron fenomenal.
Eso sí, en un momento de la cena, Tono dijo:
-- Javier, ¿y que pasó con los zapatos?
Los zapatos... ¿Qué va a ser? Que soy imbécil.
X. Bea-Murguía (en su línea).
-- ¿¿Cómo están ustedes??
No es para menos, ya lo verán. Cuando llego a mi casa y cuento las cosas que me pasan por ahí, mi mujer me dice: "Me he casado con Toneti".
Ya ha pasado el 16 de abril, día en que recuperé mi vida normal, después de hacerme alrededor de 15.000 kilómetros por toda España con el tema del tabaco... Ya saben. La entrada no va de esto, por supuesto.
Va de que cuando uno sale de viaje, y más cuando se pasa mes y medio de aquí para allá todo el día, de arriba a abajo como el imperio Asirio, aderezado con el sacrificio ritual de neuronas en Semana Santa, es normal que tenga un despiste. Uno sin mucha importancia o depende de cómo se mire. Si usted hubiera hecho la maleta 18 ó 22 veces en el último mes y medio, a no ser que sea usted sistemático con un punto esquizoide, puede haberse olvidado de meter la corbata un día o puede haber calculado mal la relación número de calzoncillos/días fuera de casa y verse obligado a repetir prenda interior... No es mi caso.
Mi caso es peor.
Háganse a una idea... Viajes de Bea-Murguía desde el 4 de marzo al 15 de abril de 2010:
4 de marzo: Sevilla
5 de marzo: Roma
8 de marzo: Barcelona
10 de marzo: Bilbao
11 de marzo: Zaragoza
12 de marzo: Valencia
16 de marzo: Trieste
17 de marzo: Liubliana
18 de marzo: Zagreb
19 de marzo: Sarajevo
20 de marzo: Mostar-Dubrovnik
21 de marzo: Split-Zadar
22 de marzo: Rijeka-Pula
23 de marzo: Venecia (de vuelta a Madrid)
25 de marzo: Oviedo
26 de marzo: Santander
29 de marzo: La Coruña
31 de marzo: Toledo
1 de abril: Segovia
5 de abril: Santa Cruz de Tenerife
6 de abril: Las Palmas de Gran Canaria
8 de abril: Valladolid
9 de abril: Palma de Mallorca
12 de abril: Mérida
13 de abril: Murcia
14 de abril: Pamplona
15 de abril: Logroño
Sin contar los viajes en avión a Roma y Venecia... Lo dicho: 15.200 kilómetros, más 2.000 kilómetros por los Balcanes. Supongo que justifica bastante bien, y espero su comprensión, que un día me plantara delante de la prensa despeinado o con un calcetín de cada color o con cualquier otra calamidad made in Toneti, a lo que yo tengo mi tendencia natural.
Añadan a todos los enseres personales que son preceptivos en cualquier viaje, todo el material necesario para organizar las ruedas de prensa. Soy incapaz de enumerarlo ahora, porque era tan incapaz de recordarlo entero antes de cada viaje que tenía loca a mi compañera Tamara. Como no me fío de mi memoria (para ciertas cosas), Tamara llevaba una lista que repasábamos juntos antes para que no faltara nada. Y aún así.
El día que me sentí más cerca de mi esencia Toneti fue el 5 de abril. Llegué a Santa Cruz de Tenerife, después de la animada celebración de la pasión de Cristo a la que hice referencia en la entrada "El sigilencio". Quizá demasiada. Digamos que en Semana Santa, en el pueblo, soy partidario de la nocturnidad alevosa, de la juja, de cerrar los bares y de acompañar a Mariví a su casa a las siete de la mañana para darle un beso de buenas noches a Jose. Como ya no tengo 20 años, me suele suceder que el domingo ando con una caraja mental importante, estoy atolondrado, como si estuviera de vuelta del otro lado del Atlántico y el jetlag se hubiera apoderado de mí.
Aterricé en Los Rodeos el 5 de abril con las pilas ya muy bajitas. Sentía el peso de los kilómetros recorridos, por supuesto, y el pesimismo de las dos siguientes semanas de intenso e ingrato viaje, a lo que había que añadir el injustificado retraso en el embarque y un vuelo de mierda, encajonado, arrugado en un verso de Lorca:
Como lloran los niños del último banco
No sé cómo permiten a las compañías aéreas vender asientos como el 31F que me tocó a mí en ese vuelo largo y tortuoso, lleno de baches, a Santa Cruz. Las condiciones legales para el transporte de ganado son bastante más exigentes. Este mundo se ha vuelto un poco loco: la peña se desgañita peleando por los derechos de los animales, mientras acepta con absoluto borreguismo el maltrato humano con que nos premian las autoridades aeroportuarias y las compañías aéreas. Mi plaza no era de business, absolutamente inasumible para mi presupuesto exiguo, ni de turista: era de contorsionista.
Después de 16 aviones en un mes... Estaba al borde de la derrota.
Añadan a todo esto que no tenía tabaco. Como ven, no encuentro más que excusas, pero trato de ser minucioso en el relato de estos hechos. Cuando llegué a Los Rodeos ya era de noche. No me había fumado un cigarrillo desde las tres de la tarde y no había ninguna posibilidad de comprar tabaco en el aeropuerto. Entiéndame: no es que tuviera mono, que yo no creo en esas cosas, es que el cigarrillo me ayuda, y mucho, a tomarme las dificultades con más tranquilidad. Si no hay tabaco, ni pido, ni me vuelvo loco buscando donde comprar, me espero y punto. Revolví entre mis papeles hasta dar con el bono del hotel y cogí un taxi.
Aquí llegó la primera confusión: la dirección era correcta, el bono no dejaba lugar a dudas, la mujer de recepción era bien simpática, pero tenía un ordenador antipatiquísimo que no me dejaba pasar la noche allí, que decía que no había reserva a mi nombre. Probamos con varios nombres, alguno al azar (por si colaba), incluso le dije que estaba dispuesto a compartir habitación, dependiendo de con quién, que me fiaba de ella, que me lo mirara bien mirado. Ella era bien simpática y habría nacido entre nosotros una bonita amistad, si no llega a ser porque me dio por mirar de nuevo mis papeles y, con un poco de ayuda telefónica, encontré el bono correcto.
-- Sí que lo siento -le dije-. Me quedaría encantado en su casa, pero este no es mi hotel. Lo dice este papelico que es más listo que yo.
-- Lo lamento mucho -sólo dijo esto, pero yo interpreté lo que me dio la gana. No me voy a extender en este extremo demasiado que luego me echan la bronca en casa.
-- ¿Venden ustedes tabaco?
-- No, señor, lo siento, pero si sale, a la derecha, encontrará un sitio donde sí venden.
-- Muchas gracias. Lamento haberle hecho perder el tiempo.
-- No se preocupe.
Cogí mi ligero equipaje, compuesto por cinco bultos, me lo colgué del cuerpo como pude y tiré a la derecha. El único lugar que vi abierto era un bar llamado "La Bruja". Pensaba comprar tabaco, pillar un taxi y marcharme a mi hotel, al de verdad, pero cuando con muchas dificultades abrí la puerta del local y entré, aquello no me pareció un bar. Pensé que sería un restaurante, porque ante mí se abrió una especie de recibidor bizarro, en el que un espeso cortinaje de ciertopelo tapaba la vista de la sala coronado con un bandó que rozaba lo kitsch. Asomé la cabeza por entre el burdeos de las cortinas y...
-- ¡Huy! Lo siento. Creo que me he vuelto a equivocar.
Era un restaurante, bastante hortera, con ambiente a media luz, que es un brujo el amor, especializado en conejo. Si en lugar de buscar tabaco, mi entrada en "La Bruja" hubiera respondido a otro fin, sólo con ver la atmósfera decadente de la sala, se me habrían pasado las ganas. ¡Qué tristeza me dan estos sitios!
Me marché huyendo, como corresponde a un hombre (sobre todo a uno extremadamente cansado), enganché un taxi que acertó a volar justo en ese momento por mi lado, sin tabaco, arrastrando mis cinco bultos cerca de la hora de las brujas y me fui a mi hotel, el bueno, el de verdad. Cuando ya estaba montado en el taxi, que muy discreto no me pidió explicaciones ni esbozó ninguna sonrisilla cómplice, asomó, como para exonerarme, la cabeza calva de un hombre, con pinta de mayordomo del Capitán Haddok, por la puerta del puticlub, supongo que extrañado por la breve visita.
-- No era lo que yo pensaba -aunque no tenía por qué darle ninguna explicación al taxista-. Ni es lo que usted está pensando: sólo quería comprar tabaco.
-- Ya, ya. Como todos, señor. ¿Quiere usted un cigarrillo?
-- Sí, por favor.
Las cosas acabaron de enderezarse cuando, al lado del hotel, vi una tienda 24 horas donde pude comprarme un paquete de tabaco. Me registré, esta vez todo era correcto, subí a mi habitación, mandé un mensaje a Tamara para decirle que ya me había encontrado y ubicado, que estuviera tranquila, deshice la maleta, para intentar que el traje y la camisa no parecieran, al día siguiente, el cortinaje del recibidor de un lupanar y...
¿A quién no se le ha olvidado algo alguna vez? La maquinilla de afeitar... El colutorio... No sé... El cargador del móvil... La cartela, el cartel, las tarjetas de visita, el cartón-pluma, las notas de prensa de una cosa o de la otra, el proyector, el ordenador, la cámara de fotos, el su puta madre.
Llamé a Tamara. Ella estaba en Gran Canaria, en su casa, y volaba a la mañana siguiente para reunirse conmigo en Tenerife. Era bien tarde y no se me ocurría otra solución:
-- Te vas a reír, Tamara, pero... Necesito un favorcillo...
-- A ver -creo que empieza a conocerme.
-- Esto... Mañana, cuando embarques, si sales un poquito antes, te pasas por las tiendas del aeropuerto y me compras... Unos zapatos negros del 42...
Antes de meterlo todo en la maleta, como yo también empiezo a conocerme, saco toda la ropa, la coloco encima de la cama, la repaso y, después, cuando estoy seguro de que está todo, hago el equipaje. Pues los zapatos se quedaron allí, preparados para ser metidos en la maleta, pero al pie de la cama. Mis alternativas eran: o voy con traje y zapatillas de deporte y me lo hago de moderno o me pongo los vaqueros y miento, digo que me han perdido la maleta en el aeropuerto, en plan excusa. Ésta era la alternativa que más veces sopesé. Después, como posible solución, a pesar de que me daba mucha vergüenza, llamé a Tamara.
Se descojonó de mí, claro.
Me acosté, cansado, pero no pegué ojo a cuenta de los zapatos.
A la mañana siguiente, recibí un mensaje de mi compi: "Me he dado cuenta de lo bien que vivimos en Canarias. Todo cerrado. Te llevo unos de mi padre. Son marrones". Me los trajo al hotel y empecé a dar vueltas por Santa Cruz con unos zapatos que me quedaban dos tallas grandes, por lo menos.
Lo malo del los zapatos de Tono, el padre de Tamara, es que a Toneti, el payaso que siempre la lía, le recordaban, a cada paso, lo memo que es. No estaba nada cómodo y, como de todas formas hacía tiempo que tenía que comprarme un par nuevo, a media mañana, en un huequillo, me pasé por el Corte Inglés y me hice con unos.
Al día siguiente, en Vecindario, Gran Canaria, le había dicho a Tamara que se olvidara de mí, que no sintiera la obligación de darme un paseo o de entretenerme. Ella tiene allí, en el fantástico enclave de Sardina, a su familia, a sus amigos y a sus novios y no quería que tuviera que estar pendiente de mí. Yo me iba a dar una ducha, que al final no me di, y a quedarme en el hotel, no porque el plan me guste, que no (estoy saturado ya de la impersonalidad pulcra de las habitaciones de hotel), que prefería mil veces salir a tomarme una caña con ella o cenar, sino por no ser una carga, porque para Tamara (y no lo digo sólo por los zapatos), en el fondo, yo soy parte del trabajo. No era plan.
-- Mis padres quieren invitarte a cenar -me dijo.
Acepté de mil amores y sin dudar, no sólo por educación, sino porque entre el plan "quedarme en el hotel" y cenar con gente agradable, como Tamara, Alicia y Tono, no había color. Me llevaron a un restaurante canario, no típicamente canario, a comer lapas en un pueblo llamado Pozo Izquierdo. Estuvo muy bien la cena, muy rico todo, y ellos me cayeron fenomenal.
Eso sí, en un momento de la cena, Tono dijo:
-- Javier, ¿y que pasó con los zapatos?
Los zapatos... ¿Qué va a ser? Que soy imbécil.
X. Bea-Murguía (en su línea).
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