Por mi mala cabeza
No lo puedo negar. Hay muchos testigos. La noche de carnaval se me alargó hasta el notable y, en un momento dado, por uno de esos inexplicables rebotes de la vida, me vi en la puerta del baile tocando una guitarra desafinada y cantando con más volumen del que precisa la discreción con que me comporto habitualmente. Supongo que es precisamente a esas horas, aunque no hay evidencia científica (ni puta falta que hace), justo antes de percatarse uno de que está haciendo el peor de los ridículos y que más vale acostarse, cuando más neuronas mata la noche.
Me acribillé al menos tres de las diez neuronas que me quedaban y así estuve de machacado ayer, claro. Y el domingo por la tarde, por supuesto, que hasta vi la ceremonia de los Goya entera y me gustó. No se me hizo nada pesada, sería la intermitencia neuronal o que, por una vez, la cosa estuvo bien, moderada, amena y un punto divertida.
Otros, entre ellos mi mujer, cuando llegan a su casa tienen la costumbre de ejercer el pijamismo o el chandalismo, sobre todo para pasar los duros momentos de resaca. Yo no soy ni de una cosa ni de la otra. Chandal no tengo y el pijama me quema, incluso en las mañanas de sábado. Mi mujer me ordena siempre (e insiste y lleva años insistiendo) que me ponga "cómodo", pero yo, que soy un desobediente, con ropa de calle me siento perfectamente cómodo. Me enchufo en las zapatillas de casa, eso sí, y últimamente me ha dado por sujetarme el pelo con una cinta preciosa de color verde sirena de la mar, porque lo tengo ya demasiado largo (me lo voy a cortar ya) y estoy hasta las narices de quitármelo de los ojos. Me queda muy bien... Estoy requete con la cinta... Me da un aspecto, digamos, Guti... Además, el color me hace juego con el delantal y los guantes de fregar.
En resumen, que me voy por las ramas, que prefiero no ponerme el pijama. Además, mucho mejor estar presentable para recibir a la vecina cañón que viene eventualmente a pedir sal y que, cuando le abro la puerta, siempre, siempre, siempre pregunta:
-- ¿Me prestas sal? ¿Está tu mujer en casa?
Que yo no sé por qué tanto interés. ¿Qué querrá tanto venir, tanto venir? ¿Qué querrá hacer este zorrón con tanta sal?
Y después están los "Noays".
Los "noays" son parte de mi cometido doméstico. Del estilo sacar la basura y bajar al trastero, pero en imprevisto. Ya saben cómo es la frase:
-- Habrá que bajar al trastero esta caja que está en medio del pasillo...
Al viento le digo, porque sola, lo que se dice por su propio pie, la caja no va a bajar a ningún sitio. Para estas cosas, conviene estar vestido. Y para los "noays", idem.
-- Noay leche...
Estas referencias, que son subterfugios típicamente femeninos, a las tareas pendientes y carencias del hogar son siempre indirectas e impersonales. Para solventarlas, lo que se precisa es un voluntario.
-- Noay leche... -y si uno no quiere hacerle el cola-cao al niño con nata líquida a la mañana siguiente, se presenta voluntario para ir al Opencor. Para estar preparado para un eventual "noay", mucho mejor estar vestido.
La de anoche fue de este tipo de emergencias. Se nos pasó, sin excusas, que no había cereales para el biberón matutino de la niña, así que me cogí mi flamante Citroën C3 gris-roña y me planté en la farmacia de Literatos, donde siempre consulto el cartelico que anuncia los servicios de guardia. El cartel me enviaba directamente a la farmacia de Oficios. Arranqué mi C3, sujeté mis siete neuronas con el cinturón de seguridad y para allá que me fui. A Oficios.
Llegué a la puerta con la excusa pensada, porque ir a la farmacia de guardia a comprar cereales para el biberón es muy mal rollo. Era una confesión en toda regla, en verdad. Imaginaba al farmacéutico cabreado por tener que atender semejante ridiculez de emergencia y le iba a decir:
-- Es culpa de mi mujer. Yo acabo de llegar de China de un viaje de negocios y me he encontrado con el desastre total. Es mi carga en la vida...- y ya lo que me diera la imaginación, que para las excusas tiene mucho recorrido.
Pero no pude decir nada porque en la farmacia de Oficios no me abrían la puerta. Apreté el timbre varias veces, al principio pausadamente, después con menos intervalo de tiempo entre toque y toque, y más según crecía mi indignación con el servicio de urgencias de Tres Cantos. ¿Cómo puede ser que una farmacia de guardia no te atienda a la primera? Estaría cagando el hombre o a saber qué.
Seguía insistiendo cuando, de pronto, me di cuenta de que la razón era que esa farmacia no estaba de guardia. Tenía que ir al sector Islas.
¡Ay, Dios!, suspiré. Matar neuronas qué malo que es. ¿Por qué coño leería yo Oficios si pone Islas clarísimamente? Farmacia de guardia. Domingo 14 de febrero. Sector Islas. Licenciado Fulanín.
Islas está al otro lado del pueblo. Volvía caminando hacia mi coche, dándole vueltas al neuronicidio y a los domingos de resaca, cuando se presentó la segunda dificultad de la noche: el mando de la llave del coche se negaba a abrirme la puerta. Pasa a veces. No es nada grave. Pueden ser las pilas, puede ser un inhibidor de ondas de la poli, puede ser a saber qué. Metí llave, aunque me da un poco de palo abrir la puerta así porque lo malo que tienen las cerraduras de mi C3 es que, del desuso, están durillas y hay que hacer fuerza para que gire.
Aunque tampoco tanta fuerza. A ver si me lo voy a cargar.
Si en la puerta de la falsa farmacia de guardia eché diez minutillos, un cuarto de hora, ante la puerta de un coche como el mío, pero que no era el mío, no perdí más de cinco minutos. Me costó una luxación de muñeca darme cuenta de que, por más fuerza que hiciera, o rompía el cristal o no entraría en un coche que no me pertenecía. La madre que me trajo.
En estas situaciones, lo peor que puede pasar es que llegue el verdadero dueño con una de las dos conclusiones posibles: o eres un chorizo de coches o tonto del culo. No sucedió tal cosa, pero, por si acaso, mientras buscaba mi coche, que no podía andar muy lejos, pensaba en una excusa para justificar lo injustificable:
-- Discúlpeme, pero acabo de llegar de Buenos Aires de un viaje de negocios y ando un poco despistado. Ya sabe: el jetlag. Es culpa de mi mujer, que se ha despistado y me ha mandado a por los cereales de la niña a última hora.
Porque confesar a un desconocido que me pusieron demasiado hielo en el último cubata... Va a ser que no. Hacerse ver como un marido subyugado despierta siempre un poco de conmiseración.
Tras un breve desconcierto, quise comprobar que, efectivamente, la matrícula del coche no se correspondía con la mía... ¡Es que no acerté en un sólo número! El modelo sí que era el mismo, Citröen C3, en eso no fallé, aunque el color... Bien visto. El mío es gris y este era verde eléctrico sirenita de la mar.
Bueno, era de noche y últimamente he perdido algo de vista.
Mi coche se había escondido, el canalla, muy bien agazapado siguiendo la máxima de que la mejor manera de camuflarse es mostrarse evidente. Estaba en la misma fila, dos coches más allá. ¿Cómo se me puede olvidar en un cuarto de hora dónde he aparcado el coche? Esto me pasa mucho. No tiene nada que ver con las neuronas suicidadas el sábado por la noche, sino, más bien, con las que he ido matando a lo largo de mi vida.
Me fui a la farmacia de Islas con la idea, además, de entrar en algún bar cercano a comprar tabaco. El farmacéutico, por supuesto, ni me echó en cara la visita ni dio pie a excusa alguna que, ya se sabe, si no se solicita es una clara autoinculpación.
Con los cereales ya en la mano, entré en un bar que está justo al lado de la farmacia y que resultó todo un descubrimiento: una peña atlética, llena de banderas rojiblancas por todas partes, con un pantallón enorme para ver el partido (el Atleti-Barça en ese mismo momento). Es decir, que había un llenazo significativo. Tuve que atravesar todo el bar, porque la máquina estaba al fondo del todo, pidiendo paso y disculpándome.
Compré el tabaco y, todavía, me quedaba una visita más: el McDonalds. Algún domingo que otro, sobre todo cuando volvemos del pueblo, la pereza de ponerte a hacer cenas se viste de premio para mi hijo en forma de comida basura. ¿Para qué nos vamos a engañar? Al niño le encanta... Y a sus padres, también, ¡qué coño!
Cuando llegué a casa, después de pasearme por todo el pueblo, de visitar al farmacéutico de Islas, de hacerme un sitio entre una muchedumbre de atléticos exaltados y de hacer cola en el McDonalds, llegó la última gran cagada de la noche. Me vi de paso en el espejo: había salido de casa con la cinta de color verde sirena de la mar puesta en el pelo.
Por mi mala cabeza. Sólo pensar en que he cruzado un bar lleno de atléticos con pintas de Guti se me ponen los pelos de punta.
-- Menos mal -pensé- que no me he encontrado con la vecina que me pide sal.
X. Bea-Murguía (sin neurosis ninguna)
Me acribillé al menos tres de las diez neuronas que me quedaban y así estuve de machacado ayer, claro. Y el domingo por la tarde, por supuesto, que hasta vi la ceremonia de los Goya entera y me gustó. No se me hizo nada pesada, sería la intermitencia neuronal o que, por una vez, la cosa estuvo bien, moderada, amena y un punto divertida.
Otros, entre ellos mi mujer, cuando llegan a su casa tienen la costumbre de ejercer el pijamismo o el chandalismo, sobre todo para pasar los duros momentos de resaca. Yo no soy ni de una cosa ni de la otra. Chandal no tengo y el pijama me quema, incluso en las mañanas de sábado. Mi mujer me ordena siempre (e insiste y lleva años insistiendo) que me ponga "cómodo", pero yo, que soy un desobediente, con ropa de calle me siento perfectamente cómodo. Me enchufo en las zapatillas de casa, eso sí, y últimamente me ha dado por sujetarme el pelo con una cinta preciosa de color verde sirena de la mar, porque lo tengo ya demasiado largo (me lo voy a cortar ya) y estoy hasta las narices de quitármelo de los ojos. Me queda muy bien... Estoy requete con la cinta... Me da un aspecto, digamos, Guti... Además, el color me hace juego con el delantal y los guantes de fregar.
En resumen, que me voy por las ramas, que prefiero no ponerme el pijama. Además, mucho mejor estar presentable para recibir a la vecina cañón que viene eventualmente a pedir sal y que, cuando le abro la puerta, siempre, siempre, siempre pregunta:
-- ¿Me prestas sal? ¿Está tu mujer en casa?
Que yo no sé por qué tanto interés. ¿Qué querrá tanto venir, tanto venir? ¿Qué querrá hacer este zorrón con tanta sal?
Y después están los "Noays".
Los "noays" son parte de mi cometido doméstico. Del estilo sacar la basura y bajar al trastero, pero en imprevisto. Ya saben cómo es la frase:
-- Habrá que bajar al trastero esta caja que está en medio del pasillo...
Al viento le digo, porque sola, lo que se dice por su propio pie, la caja no va a bajar a ningún sitio. Para estas cosas, conviene estar vestido. Y para los "noays", idem.
-- Noay leche...
Estas referencias, que son subterfugios típicamente femeninos, a las tareas pendientes y carencias del hogar son siempre indirectas e impersonales. Para solventarlas, lo que se precisa es un voluntario.
-- Noay leche... -y si uno no quiere hacerle el cola-cao al niño con nata líquida a la mañana siguiente, se presenta voluntario para ir al Opencor. Para estar preparado para un eventual "noay", mucho mejor estar vestido.
La de anoche fue de este tipo de emergencias. Se nos pasó, sin excusas, que no había cereales para el biberón matutino de la niña, así que me cogí mi flamante Citroën C3 gris-roña y me planté en la farmacia de Literatos, donde siempre consulto el cartelico que anuncia los servicios de guardia. El cartel me enviaba directamente a la farmacia de Oficios. Arranqué mi C3, sujeté mis siete neuronas con el cinturón de seguridad y para allá que me fui. A Oficios.
Llegué a la puerta con la excusa pensada, porque ir a la farmacia de guardia a comprar cereales para el biberón es muy mal rollo. Era una confesión en toda regla, en verdad. Imaginaba al farmacéutico cabreado por tener que atender semejante ridiculez de emergencia y le iba a decir:
-- Es culpa de mi mujer. Yo acabo de llegar de China de un viaje de negocios y me he encontrado con el desastre total. Es mi carga en la vida...- y ya lo que me diera la imaginación, que para las excusas tiene mucho recorrido.
Pero no pude decir nada porque en la farmacia de Oficios no me abrían la puerta. Apreté el timbre varias veces, al principio pausadamente, después con menos intervalo de tiempo entre toque y toque, y más según crecía mi indignación con el servicio de urgencias de Tres Cantos. ¿Cómo puede ser que una farmacia de guardia no te atienda a la primera? Estaría cagando el hombre o a saber qué.
Seguía insistiendo cuando, de pronto, me di cuenta de que la razón era que esa farmacia no estaba de guardia. Tenía que ir al sector Islas.
¡Ay, Dios!, suspiré. Matar neuronas qué malo que es. ¿Por qué coño leería yo Oficios si pone Islas clarísimamente? Farmacia de guardia. Domingo 14 de febrero. Sector Islas. Licenciado Fulanín.
Islas está al otro lado del pueblo. Volvía caminando hacia mi coche, dándole vueltas al neuronicidio y a los domingos de resaca, cuando se presentó la segunda dificultad de la noche: el mando de la llave del coche se negaba a abrirme la puerta. Pasa a veces. No es nada grave. Pueden ser las pilas, puede ser un inhibidor de ondas de la poli, puede ser a saber qué. Metí llave, aunque me da un poco de palo abrir la puerta así porque lo malo que tienen las cerraduras de mi C3 es que, del desuso, están durillas y hay que hacer fuerza para que gire.
Aunque tampoco tanta fuerza. A ver si me lo voy a cargar.
Si en la puerta de la falsa farmacia de guardia eché diez minutillos, un cuarto de hora, ante la puerta de un coche como el mío, pero que no era el mío, no perdí más de cinco minutos. Me costó una luxación de muñeca darme cuenta de que, por más fuerza que hiciera, o rompía el cristal o no entraría en un coche que no me pertenecía. La madre que me trajo.
En estas situaciones, lo peor que puede pasar es que llegue el verdadero dueño con una de las dos conclusiones posibles: o eres un chorizo de coches o tonto del culo. No sucedió tal cosa, pero, por si acaso, mientras buscaba mi coche, que no podía andar muy lejos, pensaba en una excusa para justificar lo injustificable:
-- Discúlpeme, pero acabo de llegar de Buenos Aires de un viaje de negocios y ando un poco despistado. Ya sabe: el jetlag. Es culpa de mi mujer, que se ha despistado y me ha mandado a por los cereales de la niña a última hora.
Porque confesar a un desconocido que me pusieron demasiado hielo en el último cubata... Va a ser que no. Hacerse ver como un marido subyugado despierta siempre un poco de conmiseración.
Tras un breve desconcierto, quise comprobar que, efectivamente, la matrícula del coche no se correspondía con la mía... ¡Es que no acerté en un sólo número! El modelo sí que era el mismo, Citröen C3, en eso no fallé, aunque el color... Bien visto. El mío es gris y este era verde eléctrico sirenita de la mar.
Bueno, era de noche y últimamente he perdido algo de vista.
Mi coche se había escondido, el canalla, muy bien agazapado siguiendo la máxima de que la mejor manera de camuflarse es mostrarse evidente. Estaba en la misma fila, dos coches más allá. ¿Cómo se me puede olvidar en un cuarto de hora dónde he aparcado el coche? Esto me pasa mucho. No tiene nada que ver con las neuronas suicidadas el sábado por la noche, sino, más bien, con las que he ido matando a lo largo de mi vida.
Me fui a la farmacia de Islas con la idea, además, de entrar en algún bar cercano a comprar tabaco. El farmacéutico, por supuesto, ni me echó en cara la visita ni dio pie a excusa alguna que, ya se sabe, si no se solicita es una clara autoinculpación.
Con los cereales ya en la mano, entré en un bar que está justo al lado de la farmacia y que resultó todo un descubrimiento: una peña atlética, llena de banderas rojiblancas por todas partes, con un pantallón enorme para ver el partido (el Atleti-Barça en ese mismo momento). Es decir, que había un llenazo significativo. Tuve que atravesar todo el bar, porque la máquina estaba al fondo del todo, pidiendo paso y disculpándome.
Compré el tabaco y, todavía, me quedaba una visita más: el McDonalds. Algún domingo que otro, sobre todo cuando volvemos del pueblo, la pereza de ponerte a hacer cenas se viste de premio para mi hijo en forma de comida basura. ¿Para qué nos vamos a engañar? Al niño le encanta... Y a sus padres, también, ¡qué coño!
Cuando llegué a casa, después de pasearme por todo el pueblo, de visitar al farmacéutico de Islas, de hacerme un sitio entre una muchedumbre de atléticos exaltados y de hacer cola en el McDonalds, llegó la última gran cagada de la noche. Me vi de paso en el espejo: había salido de casa con la cinta de color verde sirena de la mar puesta en el pelo.
Por mi mala cabeza. Sólo pensar en que he cruzado un bar lleno de atléticos con pintas de Guti se me ponen los pelos de punta.
-- Menos mal -pensé- que no me he encontrado con la vecina que me pide sal.
X. Bea-Murguía (sin neurosis ninguna)
4 Comments:
Felicidades..me ha encantado,me gusto mucho leer esas situaciones de la vida que a mas de uno nos han ocurrido..un placer leerlo.
Nerea
Te mereces que te huvieran sacudido, por provocador...
Así se te hubiera quitado la resaca y demás monsergas... (anda queeeee)
Encima, cinta ¡veeeerdee...!
Definitivamente, tú no tienes vergüenza...
PD: Si te llegan a agredir por "rarito" en la peña atlética, hubieras visto lo dañino que es el tabaco... Y no la bebida!! :-)
Abrazo
Carlos FG
Y nosotros viendo el partido...
Fdo: Guardia Civil de Tres Cantos
Gracias, Nerea.
Carlos, lo que no tengo es cabeza, pero tienes razón: si entro en un bar a comprar tabaco y me matan a leches, paso a engrosar la lista de muertos por fumar. Sin duda.
¡Viva la Guardia Civí!
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