Buen fajador
Queridos amigos,
Como bien dice el hermano Torres en su línea epicúrea pura, con un whisky Superstition en una mano y un Ramón Allones Specially Selected en la otra, “el sufrimiento es una puta mierda”. Y yo, que estoy de acuerdo, le doy un trago a mi whisky a la salud de David Torres, aspiro de mi cigarro el delicioso sabor previo a la tormenta y procuro disfrutar con tan poca cosa, como un monje, como si estuviéramos viendo los títulos de crédito del final, deleitándome en cada instante antes de que me lo prohíban todo por mi bien o, lo que es más nazi aún, por el bien de la humanidad (o por cualquier otro concepto colectivo abstracto e intangible).
Pero el sufrimiento tiene cara B, en la que Torres y yo diferimos, en la que apuesto a que usted tampoco está de acuerdo, como no lo está mi mujer, Beatriz, que es partidaria del Ibuprofeno 600. Yo no. Yo creo en la tolerancia y, por tanto, en la resistencia.
Llegó, por fin, la esperada mesa baja de Utrecht. Mis cuñados, Diego y Wenneke, se iban a deshacer de ella, así que mi mujer, que tiene buen ojo, se la ha quedado. Es una mesa grande, de madera maciza, sólida y rústica, con patas redondas, sencillas y gordas y labrada en los costados. Beatriz la ha lijado entera y le ha aplicado una cera especial de no sé qué. Ha quedado muy bien.
Esa mesa ha quedado muy bien en nuestro salón. Muchas gracias, Diego en Wenneke.
Me libré de la mili en el año 95. Que lo sepan ustedes. Nunca me ha importado el insulto, sino quién lo profiera, y abrir la carta del Ministerio de Defensa llamándome inútil total fue una alegría que yo ya venía de celebrar, anticipadamente. Lo digo porque llegué a casa de mis padres a las cinco o seis de la mañana (o a las cuatro o a las siete) y me encontré la carta sobre la almohada. La leí y, a la mañana siguiente, esas mañanas de domingo en que yo, lo juro, dormía hasta la hora de comer, tuve que buscarla porque no era capaz de diferenciar la vigilia del sueño. Me libré porque tengo suegro y una lesión en la espalda. Un día de estos lo explico. Hoy no viene al caso.
Estuvimos discutiendo la otra noche de boxeo, del que yo sé poco, Torres, otro David y yo, mientras Jesús Llano pescaba sueño en el tintineo final de los hielos de un ron apurado. Lo hicimos con un Partagás Serie D Nº3 Edición Especial 2006, vitola de galera Corona Golda Anoréxica, que pronto será el condimento ideal de la clandestinidad. El clímax de la discusión estuvo en la pregunta del millón: ¿quién fue el mejor boxeador de la historia? Con dos candidatos firmes, amén de Alí. El otro David, epicúreo, votaba por De la HOYA (cojones), a quien, según él, "nunca nadie le tocó la carita". Pura técnica, un bailarín de las tres cuerdas. Torres dijo que prefería a Julio César CHÁVEZ, pero, aunque son épocas distintas y, en el fondo, es comparar a Telmo Zarra con Maradona, se decantó por Rocky Marciano.
Marciano, el fajador, sabía que “Los tipos duros no bailan”. Yo entiendo poco de boxeo, pero me pareció razonable lo que argumentaba Torres.
La mesa baja de Utrecht tenía pendiente un último asalto: de casa de mis suegros a la mía. En un primer momento, todo fue bien. Conquisté el centro del ring y tuve a la mesa baja de Utrecht a mi merced, escondida y agachada, parapetada tras sus guantes bajo una lluvia de ganchos de izquierda y derecha. Me vi ganador, pero las mesas bajas, tal vez porque son bajas, trabajan mejor el hígado que la mandíbula. Cuando llegó el momento de descargarla en casa....
CRAC. Me libré de la mili, eso es verdad, pero hay días en que casi preferiría haberla hecho. Al fin y al cabo, doce meses pasan.
De joven, en el colegio y en el instituto, era corredor de fondo. Me apunté a atletismo con Marcelo (no recuerdo el apellido), que yo no sé por qué todos los profesores de educación física de mi colegio eran argentinos. No quiero presumir (¿qué sentido tendría ya?), sino argumentar que siempre llegaba entre los tres primeros porque los 3.000 metros no son una cuestión pulmonar, ni muscular, ni de fuerza. Los 3.000 metros están en la cabeza. Todo está en la cabeza. Hay que aprender a sufrirlos, zancada a zancada, con la vista perdida, peleando contra la rendición a cada respiración, acompasando el ritmo de los suspiros con las pisadas y el convencimiento de que se puede dar un paso más. Yo lo hacía. Mi mayor mérito, con catorce años, ganar a todos los mayores en un cross en Murguía (Álava). Recuerdo ese día y lo que me dijo mi padre, que me lo guardo para mí. Me sufrí todos y cada uno de los baches del ral en una distancia eterna. Tres vueltas eternas. Lo digo lleno de orgullo: gané y por bastante.
Treinta kilos después, a veces pienso que soy capaz de correr tanto y tan rápido como hace veintidós años (la carrera al Castillo, jo jo jo, seis kilómetros). La mentalidad no ha cambiado. Incluso ha mejorado, no se me ha reblandecido el cerebro tanto como la tripa y, como he dicho, es una mera cuestión de resistencia al sufrimiento. Nada más. Evidentemente, no soy capaz de hacerlo (aunque a veces me venga arriba), porque la tripa ha aumentado de manera exponencial y la mentalidad ya no es exactamente la misma. Hay que ser realista. Tengo 36 años. Hace mucho que me rendí.
Lo noté al instante. La mesa baja de Utrecht me lanzó un golpe ilegal a la espalda que me propinó un latigazo electrizante en la zona lumbar que, desde el domingo, aunque he mejorado un poco, me obliga a andar como si no llegara a tiempo a la tualet, cantando las muñecas de Famosa se dirigen al portal. El domingo me callé cual putilla hasta que no pude más. Aún, con la espalda rota, estuve bajando bultos pesados al trastero, entre suspiros solitarios que me volvían a la cabeza con el eco de la galería subterránea, como cuando corría los 3.000, y bañé a mis hijos, aunque Bea ya me había pillado.
No era difícil. Es la vez que más fuerte me ha dado desde que me lesioné en 1990. Hoy iba a ir a jugar al golf, pero tengo menos cintura que Ronald Koeman y no quiero sufrir porque sí lo que está pensado para disfrutar. Eso ya no sería la escuela del sufrimiento, sino sadomasoquismo.
Mi mujer me persigue con el Ibuprofeno 600. Me dice: “¿Por qué sufrir si no hay necesidad?”, de la misma manera que Torres sentencia: “El sufrimiento es una puta mierda”. Pero no quiero drogas, más allá de un Lucky Strike y un café, que desplazan hacia De la Olla la tolerancia de mi cuerpo. Prefiero a Marciano. De cada golpe recibido, aprendo a resistir el siguiente.
Una vez, que llamé quejica a mi amigo Jesús Alberto Sánchez Sánchez, me contestó: "Yo no soy quejica, es que las cosas me duelen más que a los demás". ¿Cómo comparar mi dolor con el de otro sin ser capaz de escribir
"Tanto dolor se agrupa en mi costado
que por doler, me duele hasta el aliento"?.
Así que no puedo decir lo que haría usted en mi situación, pero estoy convencido de que, cualquier otro, con mi dolor de espalda, llevaría en la cama sin moverse desde el domingo. Podría tomarme una droga, pero el umbral del dolor se desplazaría hacia ella, mientras que yo sigo de pie. Zancada a zancada. Gancho tras gancho. Abrumado suspiro, letanía dolorida, abierto el pómulo. Respiración a respiración. Firme en mi decisión de resistir el sufrimiento, incluso, de reírme de él.
Y, por eso, yo tengo razón.
X. Bea-Marciano (buen fajador, como me dice Cristóbal)
Como bien dice el hermano Torres en su línea epicúrea pura, con un whisky Superstition en una mano y un Ramón Allones Specially Selected en la otra, “el sufrimiento es una puta mierda”. Y yo, que estoy de acuerdo, le doy un trago a mi whisky a la salud de David Torres, aspiro de mi cigarro el delicioso sabor previo a la tormenta y procuro disfrutar con tan poca cosa, como un monje, como si estuviéramos viendo los títulos de crédito del final, deleitándome en cada instante antes de que me lo prohíban todo por mi bien o, lo que es más nazi aún, por el bien de la humanidad (o por cualquier otro concepto colectivo abstracto e intangible).
Pero el sufrimiento tiene cara B, en la que Torres y yo diferimos, en la que apuesto a que usted tampoco está de acuerdo, como no lo está mi mujer, Beatriz, que es partidaria del Ibuprofeno 600. Yo no. Yo creo en la tolerancia y, por tanto, en la resistencia.
Llegó, por fin, la esperada mesa baja de Utrecht. Mis cuñados, Diego y Wenneke, se iban a deshacer de ella, así que mi mujer, que tiene buen ojo, se la ha quedado. Es una mesa grande, de madera maciza, sólida y rústica, con patas redondas, sencillas y gordas y labrada en los costados. Beatriz la ha lijado entera y le ha aplicado una cera especial de no sé qué. Ha quedado muy bien.
Esa mesa ha quedado muy bien en nuestro salón. Muchas gracias, Diego en Wenneke.
Me libré de la mili en el año 95. Que lo sepan ustedes. Nunca me ha importado el insulto, sino quién lo profiera, y abrir la carta del Ministerio de Defensa llamándome inútil total fue una alegría que yo ya venía de celebrar, anticipadamente. Lo digo porque llegué a casa de mis padres a las cinco o seis de la mañana (o a las cuatro o a las siete) y me encontré la carta sobre la almohada. La leí y, a la mañana siguiente, esas mañanas de domingo en que yo, lo juro, dormía hasta la hora de comer, tuve que buscarla porque no era capaz de diferenciar la vigilia del sueño. Me libré porque tengo suegro y una lesión en la espalda. Un día de estos lo explico. Hoy no viene al caso.
Estuvimos discutiendo la otra noche de boxeo, del que yo sé poco, Torres, otro David y yo, mientras Jesús Llano pescaba sueño en el tintineo final de los hielos de un ron apurado. Lo hicimos con un Partagás Serie D Nº3 Edición Especial 2006, vitola de galera Corona Golda Anoréxica, que pronto será el condimento ideal de la clandestinidad. El clímax de la discusión estuvo en la pregunta del millón: ¿quién fue el mejor boxeador de la historia? Con dos candidatos firmes, amén de Alí. El otro David, epicúreo, votaba por De la HOYA (cojones), a quien, según él, "nunca nadie le tocó la carita". Pura técnica, un bailarín de las tres cuerdas. Torres dijo que prefería a Julio César CHÁVEZ, pero, aunque son épocas distintas y, en el fondo, es comparar a Telmo Zarra con Maradona, se decantó por Rocky Marciano.
Marciano, el fajador, sabía que “Los tipos duros no bailan”. Yo entiendo poco de boxeo, pero me pareció razonable lo que argumentaba Torres.
La mesa baja de Utrecht tenía pendiente un último asalto: de casa de mis suegros a la mía. En un primer momento, todo fue bien. Conquisté el centro del ring y tuve a la mesa baja de Utrecht a mi merced, escondida y agachada, parapetada tras sus guantes bajo una lluvia de ganchos de izquierda y derecha. Me vi ganador, pero las mesas bajas, tal vez porque son bajas, trabajan mejor el hígado que la mandíbula. Cuando llegó el momento de descargarla en casa....
CRAC. Me libré de la mili, eso es verdad, pero hay días en que casi preferiría haberla hecho. Al fin y al cabo, doce meses pasan.
De joven, en el colegio y en el instituto, era corredor de fondo. Me apunté a atletismo con Marcelo (no recuerdo el apellido), que yo no sé por qué todos los profesores de educación física de mi colegio eran argentinos. No quiero presumir (¿qué sentido tendría ya?), sino argumentar que siempre llegaba entre los tres primeros porque los 3.000 metros no son una cuestión pulmonar, ni muscular, ni de fuerza. Los 3.000 metros están en la cabeza. Todo está en la cabeza. Hay que aprender a sufrirlos, zancada a zancada, con la vista perdida, peleando contra la rendición a cada respiración, acompasando el ritmo de los suspiros con las pisadas y el convencimiento de que se puede dar un paso más. Yo lo hacía. Mi mayor mérito, con catorce años, ganar a todos los mayores en un cross en Murguía (Álava). Recuerdo ese día y lo que me dijo mi padre, que me lo guardo para mí. Me sufrí todos y cada uno de los baches del ral en una distancia eterna. Tres vueltas eternas. Lo digo lleno de orgullo: gané y por bastante.
Treinta kilos después, a veces pienso que soy capaz de correr tanto y tan rápido como hace veintidós años (la carrera al Castillo, jo jo jo, seis kilómetros). La mentalidad no ha cambiado. Incluso ha mejorado, no se me ha reblandecido el cerebro tanto como la tripa y, como he dicho, es una mera cuestión de resistencia al sufrimiento. Nada más. Evidentemente, no soy capaz de hacerlo (aunque a veces me venga arriba), porque la tripa ha aumentado de manera exponencial y la mentalidad ya no es exactamente la misma. Hay que ser realista. Tengo 36 años. Hace mucho que me rendí.
Lo noté al instante. La mesa baja de Utrecht me lanzó un golpe ilegal a la espalda que me propinó un latigazo electrizante en la zona lumbar que, desde el domingo, aunque he mejorado un poco, me obliga a andar como si no llegara a tiempo a la tualet, cantando las muñecas de Famosa se dirigen al portal. El domingo me callé cual putilla hasta que no pude más. Aún, con la espalda rota, estuve bajando bultos pesados al trastero, entre suspiros solitarios que me volvían a la cabeza con el eco de la galería subterránea, como cuando corría los 3.000, y bañé a mis hijos, aunque Bea ya me había pillado.
No era difícil. Es la vez que más fuerte me ha dado desde que me lesioné en 1990. Hoy iba a ir a jugar al golf, pero tengo menos cintura que Ronald Koeman y no quiero sufrir porque sí lo que está pensado para disfrutar. Eso ya no sería la escuela del sufrimiento, sino sadomasoquismo.
Mi mujer me persigue con el Ibuprofeno 600. Me dice: “¿Por qué sufrir si no hay necesidad?”, de la misma manera que Torres sentencia: “El sufrimiento es una puta mierda”. Pero no quiero drogas, más allá de un Lucky Strike y un café, que desplazan hacia De la Olla la tolerancia de mi cuerpo. Prefiero a Marciano. De cada golpe recibido, aprendo a resistir el siguiente.
Una vez, que llamé quejica a mi amigo Jesús Alberto Sánchez Sánchez, me contestó: "Yo no soy quejica, es que las cosas me duelen más que a los demás". ¿Cómo comparar mi dolor con el de otro sin ser capaz de escribir
"Tanto dolor se agrupa en mi costado
que por doler, me duele hasta el aliento"?.
Así que no puedo decir lo que haría usted en mi situación, pero estoy convencido de que, cualquier otro, con mi dolor de espalda, llevaría en la cama sin moverse desde el domingo. Podría tomarme una droga, pero el umbral del dolor se desplazaría hacia ella, mientras que yo sigo de pie. Zancada a zancada. Gancho tras gancho. Abrumado suspiro, letanía dolorida, abierto el pómulo. Respiración a respiración. Firme en mi decisión de resistir el sufrimiento, incluso, de reírme de él.
Y, por eso, yo tengo razón.
X. Bea-Marciano (buen fajador, como me dice Cristóbal)
9 Comments:
Que no, mendrugo. Que el boxeo consiste en pegar y que no te peguen. Pa sufrir ya está la tele.
Y, perdona, pero es "Chavez" y "De la Hoya", que se te va la idem.
David Summers, filósofo mamón.
Querido Txapeldún:
Dejate de giliflautadas y tómate de una vez el ibuprofeno. La química farmaceútica está para eso. Y no me vengas con chorradas.
Mi mujer es igual. Vaya lata, ¡como si la aspirina fuera veneno!
Haz caso a tu mujer y no sólo en lo de fregar.
Un abrazo,
CENTURIONE
David, filósofo mamón y feo como todos los filósofos (esto no lo he dicho yo), delaolla aparte que, como he dicho, incide en que no sé mucho de boxeo, este deporte consiste, básicamente, en que uno de los dos permanezca de pie, bien porque pega más fuerte, bien porque es capaz de recibir más. A ver si nos aclaramos.
Centurione, no. Filosofía de vida, se llama. Me aguanto y no me paro, precisamente, porque no me drogo.
Un abrazo a ambos, que os tengo en el rincón.
Javier
Disimule que le contradizca: boxeo es tratar a una persona de "bos" en lugar de "tú" o "uated". Claro, el aludido se cabrea y se lía a mamporros.
Fdo: Yo, Luis, pronominal
¿Has oido hablar de los fisioterapeutas/osteólogos?
Un abrazote.....
Di que sí Javier...
¡aguanta!...¡con dos cojones!... no te tomes nada en lo que insista tu mujer que tomes. Como un campeón.
Te recuerdo que si estás así, es precisamente por eso, por hacer caso a tu mujer. Seguro que te dijo: "pon la mesa aquí, cariño". Y así estas, jodido.
Yo desde luego, a mi mujer ni caso... perdón, os dejo, me reclaman.
Fdo: javierrlera
P.D.: ¿y el Veterano que? ¿pescó mucho?
Perdone que le disculpa, Yo, Luis, pero eso no puede ser. Me di cuenta enseguida: Hebria va con h.
Juan, ¿hostioqué? Quita, quita. Ya estoy mucho mejor.
Javier, veo que eres como Centurione... Dejad de escribir comentarios con los guantes de fregar puestos, anda, que os cargáis el ordenador.
Javier
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