Canibalismo
Queridos amigos,
Tuve la fortuna de compartir mantel, el pasado miércoles, entre otros, con mi amigo Rafael Reig, filólogo, escritor y profesor, que está a punto de sacar al mercado su propia historia de la literatura.
-- “¿Cómo es, Rafael?”.
-- “Pues como una historia de la literatura al uso, pero con diez whiskies”, me dijo.
La cosa promete, más cuando hizo hincapié en el carácter caníbal de la literatura, según él, porque las generaciones nuevas van devorando lo establecido, como Saturno devora a sus hijos. Podría estar de acuerdo con él al cien por cien, aunque cuando el profesor habla lo mío es callarme, si no fuera porque el panorama de las letras actual es purititamente intragable. Ojalá viniera alguien a proponer algo nuevo y se comiera a los divos superventas, pero mucho me temo que ese hueso es muy duro de roer.
Sin embargo, hace unos años, y por eso me alegró que Rafael dijera “caníbal”, se produjo un nuevo movimiento joven y con ganas de romper. Cada generación tiene su revolución, pero la nuestra está pendiente, amigos, porque nos la dieron hecha. Una generación nueva que hereda un orden de sus padres, se lo come y lo caga, lo acomoda a una nueva visión del mundo, pero nosotros somos tan camaleones que, simplemente, nos hemos adaptado. No quiero decir con esto que haya que salir a la calle a quemar coches ni nada de esto. No, no. La mayor parte de los quemacoches de Francia no tenía ni puta idea de por qué lo hacía. Precisamente, eso era lo divertido: ver a todos los sesudos intelectuales franchutes dando su opinión sobre una revuelta que no eran capaces de entender “¿por qué lo hacen si les hemos puesto un piso?”. En mi opinión fue un fenómeno caníbal, sumamente borrego, pero caníbal.
¿Qué es la literatura caníbal? “Trainspotting” de Welsh: la cruda realidad protagonizada por personas que provocan en el lector asco e incomprensión, porque se dejan llevar por la trama hacia un final previsible y trágico, un canto a la autodestrucción, una revisión del existencialismo cuya máxima expresión es “El extranjero” de Camus, un no taxativo al final feliz comercial. En España, “Las historias del Kronen”, de José Ángel Mañas, es un buen ejemplo de literatura caníbal (y de pésima adaptación al cine). Lo cierto es que te pasas todo el libro pensando en que el protagonista es un pijo, un gilipollas y un hijo de puta, pero conoces tanta gente de ese perfil entre los de tu generación...
Me gusta Camus, me gusta la literatura caníbal que fagocita el último movimiento literario y filosófico que ha valido la pena, el existencialismo, convirtiéndolo, mutando al bizco de Sartre en un fenómeno urbano, cruel, desgarrador y, sobre todo, sin esperanza, en el puto infierno “A puerta cerrada”. El ser humano entregado a su destino irremediable. El tiempo nos come, amigos y amigas, devoren a sus padres antes de que Saturno se los meriende... En sentido figurado, claro...
“Entonces me levanté, con el candelabro en la mano y me lancé sobre él. Cuando lo tuve en el suelo, le machaqué la cabeza a golpes, llamándole hijo de puta todo el rato, sin atender a las risas de Juan, que seguía siendo el abominable hombre de las nieves. No paré de golpearle la cabeza ni aún cuando vi que se la había abierto y que ya estaba palmera.
Lo dejé tan mal que ni sus padres –si supiera quienes son- lo reconocerían aunque quisieran y me fui a por Juan. No había dejado de reír desde que había llegado a su casa y ya estaba hasta las pelotas de esa risita de hiena. Lo agarré de los pelos y le pegué un rodillazo en la tocha. Creo que se la rompí, porque cayó una torrentera de sangre, pero no dejó de descojonarse de risa. Así que, según lo tenía sujeto por la melena, lo arrastré hasta la mesita -que era de estas que tienen un cajón y dentro se ponen adornos- y rompí el cristal con su cara.
-- “¡Sigue riendo, escoria!”.
Y seguía riendo el muy cabrón y cada vez me sacaba más de mis casillas y yo no podía parar de tocar el tambor con su cara, sobre los cristales rotos de la mesa.
-- “¡Esnífate esto si puedes, capullo! ¡Vamos! ¡Esnifa, cabrón, que es perico del bueno!”.
Debí de clavarle cristalitos hasta en los conos y en los bastones y continué un buen rato a golpes con su cara, hasta que me cargué también la madera. Entonces su cabeza quedó encajada entre las astillas y no fui capaz de sacársela, por más que tiré de ella para pegarle más: ya no le daría más pasta al camello de turno”.
X. Bea-Murguía
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