El viaje de invierno
Queridos amigos,
como estamos en familia, prácticamente, a muchos de ustedes ya les he referido mi nueva categoría personal de "contaminación acústica": de la noche a la mañana me he convertido yo mismo, mi humildísima persona, en la noble categoría de agente favorecedor del cambio climático, pero, por favor, no se lo digan a Al Gore. Otro día que tenga más ganas de reírme de mí mismo se lo cuento a calzón quitado, sin rodeos, a lo San Bartolomé, que le tiraron de un padrasto y lo pelaron entero. Hoy, después del relajo y reflexión del largo puente de los Santos, en el que mi mayor actividad ha sido buscar, encontrar y comer níscalos (y corderito), prefiero tocar un tema más profundo, el inferior de los círculos infernales de Dante: el hielo.
Les iba a recomendar "El peor viaje del mundo", de Apsley Cherry-Garrard, pero no lo voy a hacer, al menos no a aquellos de ustedes que no tienen previsto, en las próximas fechas, viajar a la Antártida. Si han pensado pasar allí, en la playita, con las orcas y los pingüinos, sus próximas vacaciones, entonces sí: leanlo en el avión.
Para los demás, los que, como Rafael Reig, se levantan cada mañana haciendo un esfuerzo descomunal por no ir a la Antártida (en el caso de Rafael, el esfuerzo es por no salir de Chamberí y, si me apuran, de la plaza de Olavide), sólo les voy a recomendar el capítulo 8: "El viaje de invierno", en el que el autor, William Wilson y Birdie Bowers (ambos morirían meses después en la expedición al Polo Sur, junto al Capitán Scott) recorren 67 millas en pleno invierno antártico para coger un huevo de pingüino emperador. Mi primera conclusión es que la frase hecha "Esto cuesta un huevo" se fraguó precisamente en este viaje.
Ustedes recorren esa misma distancia de Madrid a Segovia un domingo para zamparse ora un corderito lechal ora un tostoncico estazado con un plato, y lo hacen en una hora, tocando su máximo de heroicidad en las tribulaciones del camino, que no son pocas, cuando se cruzan en la autopista con el dominguero mamón, en el atasco, sonriendo nerviosamente al picoleto cuando le pone el globo, cruzando los dedos para que la VISA no les falle cuando piden la cuenta en el restaurante, soportando a los niños que dan el coñazo sobremanera o mirando la oportunidad de abandonar a su suegra en la gasolinera (recuerden que ella sí que lo haría). Cherry-Garrard, Wilson y Bowers tardan mes y medio en recorrer esa distancia (ida y vuelta, claro), rodeando la isla de Ross desde el cabo Evans, donde estaba la base de la segunda y última expedición de Scott al Polo Sur, hasta el cabo Crozier, al pie del monte Terror, donde a esa criatura adorable que es el pingüino emperador le da por reproducirse en pleno invierno, a una temperatura media de unos 50 bajo cero, que ya es mérito que no se les congelen los huevos (ni a los exploradores, claro).
La reflexión viene cuando, ya en el cabo Crozier, con los huevos recogidos (los de pingüino), un huracán se ha llevado la tienda de campaña, imprescindible para volver, y el techo del refugio que se han construido literalemente ha ido a tomar por culo. Los tíos se pasan dos días metiditos en sus sacos de dormir (que son los de 1911, no los de hoy día), bajo la nieve, esperando una muerte ya casi segura. Entonces dice Cherry-Garrard:
"Cuando uno se enfrenta cara a cara con la muerte no piensa ni en las cosas que atormentan a las malas personas, según dicen los tratados, ni en las que llenan de dicha a las buenas. Puede que especulara sobre mis posibilidades de ir al cielo, pero francamente me daba igual. No hubiera sido capaz de llorar ni aunque lo hubiese intentado. No tenía ningún deseo de pasar revista a las maldades de mi pasado. Eso sí, me pareció que había desaprovechado un poco mi vida. Si el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones el del cielo lo está de oportunidades perdidas.
Quería recuperar aquellos años. Cómo me divertiría entonces. ¡Me divertiría de lo lindo! Era una lástima. Con razón dicen los persas que cuando estamos a punto de morir, al acordarnos de que Dios es misericordioso, nos remuerde la conciencia de pensar en las cosas que no hemos hecho por miedo al día del Juicio Final".
Háganme un favor: vayan a una librería, busquen el libro y lean esas cien páginas (recuerden: capítulo 8, "El viaje de invierno") y, después, en casita, pónganse un whisky sin hielo y sorpréndanse de las penalidades que llegan a padecer tres hombres hechos y derechos por un puto huevo de pingüino emperador. No oro ni gloria ni una playa nudista ni siquiera el corderito del Rancho de la Aldegüela en Torrecaballeros. No. Un huevo de pingüino.
Para esto sirvieron las exploraciones: para que ustedes puedan llegar a esa misma conclusión, sin necesidad de que se les congelen los huevos en la Antártida.
Disculpen el sermón.
X. Bea-Murguía (arriesgado explorador del pinar en busca de níscalos).
Etiquetas: Antártida, Apsley Cherry-Garrard, Literatura
4 Comments:
Pobre Cherry, marcado de por vida, dramatica historia ese "Peor viaje".. igualmente puede que haya gente que en el momento de inminente muerte, lo que eche de menos sea haber visto un huevo de pingüino... Si yo no lo hubiera visto, me encontraría entre ellas.. aún necesito verlo en el lugar que le corresponde y espero no tener que echarlo de menos llegado el momento..
Por lo que veo, has leído el libro ¿no? Está muy bien, ¿verdad?
Si consigues ir a cabo Crozier a ver el huevo en directo, no se te olvide la rebequita. Creo que por la noche refresca.
¡Y escribe!
Javier
No he leido el libro pero si la Biografía de Cherry Garrad, te lo paso si quieres.
Siempre que no quieras quedar conmigo en la Antártida, encantado.
Pon fecha.
Javier
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