viernes, noviembre 10, 2006

La terraza daba al camino


Queridos amigos:

tenía intención esta semana de fustigarles un poco con un rollo político, pero, como quien no quiere la cosa, se nos ha venido encima el viernes y no apetece. Además, me he levantado bastante tarde y con dolor de cabeza, seguramente por el cansancio, y me temo que escribir de política sólo puede empeorar mi estado. Así que voy a contarles una anécdota real del reciente viaje a la República Dominicaña, que supongo que les va a sonar a algo que ya conté en una ocasión, pero ¿qué le voy a hacer? Cada uno es como es.

Ya sé que parece de locos, pero le he cogido gusto a madrugar en vacaciones. Madrugar mucho. Tenía nuestra habitación, que estaba en la planta baja del edificio, una terraza con dos sillas y una mesita baja que era ideal para pasar un par de horas muy, pero que muy placenteras. Una terraza con puerta corredera de cristal que, además, daba fácil y rápido acceso de emergencia al interior en el caso, nada extraño, de que el repugnante líquido hediondo que en el hotel llamaban café fuera, en realidad, un potente laxante. Que sí lo era.

Así que me levantaba al amanecer, me vestía, me daba un paseíto en busca del líquido hediondo de mi atavismo mañanero y me volvía rápidamente a mi terraza donde, básicamente, dedicaba dos horas y pico a leer, matar mosquitos y ver pasar guiris por el caminillo. Los guiris también son muy madrugadores, en general, aunque es normal porque, como va a quedar patente hoy, se acuestan antes incluso de que salga Casimiro.

El día que llegamos, al entrar en la habitación, nos dimos cuenta de que la puerta de la terraza cerraba mal y, aunque el chaval que nos trajo las maletas nos aseguró que no había problema, que "estábamos en casa", le insistimos en que lo arreglara o que nos cambiaran de cuarto, porque no era cuestión, por muy en casa que estuviéramos, de dejar esa puerta abierta, en una planta baja, a escasos metro y medio del camino, del que sólo nos separaban dos matorrales poco frondosos. Podía entrar cualquiera y no nos íbamos a quedar tranquilos yéndonos a la playa dejando todas nuestras cosas francas al chorizo de turno. La puerta corredera estaba fuera de su carril, así que el tipo la agarró y, con bastante habilidad, la encajó de nuevo. Fin del problema.

A los dos días de llegar, una noche que íbamos a cenar por el caminillo, me preguntó mi Jooooose cuál era nuestra terraza y yo, sin mirar, le dije que la segunda contando desde la puerta.

-- ¿La segunda?-, me preguntó.

Y yo que sí, que la segunda, pero ya mirando. Entonces me di cuenta de que nos habíamos dejado la terraza abierta y, a pesar de que el personal del hotel insistía en que "estábamos en casa", normalmente, yo la puerta de mi casa, cuando me voy, la cierro.

-- Espera, Jose- le dije-, que nos hemos dejado la puerta de la terraza abierta y la luz encendida.

Sólo faltaba un cartel trilingüe que dijera:

"Somos idiotas. Robádnoslo todo que nos lo merecemos".

Así que, por no dar toda la vuelta, atravesé el parterre de mi terraza, tiré con fuerza de la puerta corredera, que estaba un poco dura y cedió con un estruendo de carraca oxidada, aparté la cortina y me planté con determinación en la habitación de los vecinos.

Me di cuenta enseguida: el mobiliario estaba al revés, como si hubiera entrado a través de un espejo. Además, un enorme cuerpo... Aunque quizá fueran dos cuerpos... causaba un bulto igualmente gigantesco en la cama situada en primer término...

Conclusión: me había plantado como un ladrón de madrugada en la habitación de dos extraños que, con toda probabilidad, estaban entregados al vicio dale que te pego. ¿Qué se puede hacer en estas situaciones? ¿Me uno a la fiesta o me disculpo? Por cierto, ¿en que idioma me disculpo? Aquello tenía más pinta de francés bajo la manta que de griego... Pero, en ese embarazoso momento, convencido como estaba de que acababa de pinchar un polvete, sólo se me ocurrió hacer lo más lógico y prudente: salir por patas.

-- No miréis para atrás-, dije a mis colegas, mientras todos acelerábamos el paso. Por supuesto, se descojonaron de mí. No merecía otra cosa. Yo, en cambio, sí que miré, como la mujer de Lot, y vi en el camino a un hombre medio vestido mirando con los brazos en jarra hacia nosotros. Me consolé pensando que, como mucho, estaban en la fase oral, que no había interrumpido nada que no se pudiera retomar exactamente en el mismo punto.

Pasados un par de días, o quizá tres, pude disculparme. Llamé a la puerta de mis vecinos varias veces, pero nunca estaban. Mis amigos me decían que lo dejara estar, pero yo pensaba en el susto que a buen seguro había dado a esta pobre gente y en que se quedarían más tranquilos si me presentaba y les contaba por qué había entrado en su habitación a las diez de la noche. Cuando, en una de esas veces, por fin me abrieron la puerta, una gordísima alemana eclipsó la luz de la habitación. Me presenté y les pedí perdón.

-- Se lo agradezco y me quedo más tranquila-, me contestó.

Yo también me quedé mucho más tranquilo con el convencimiento de que el abultado rebuño de las mantas que parecía dos personas era sólo ella: la mujer montaña.

Y no, no había bebido... Relean las Historias para dormir para combrobar que soy reincidente: CLIC.

X.Bea-Murguía (ahí les dejo la foto de la alemana gorda y fea. Crean que todo lo que digo aquí es cierto, pero, sobre todo, cuéntenselo así a mi mujer)

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1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Si es que estoy casada con Tonetti. La verdad es que con él nunca me aburro, aventuritas por todos los rincones del mundo. Pobre, hoy está malito, con fiebre. Los rigores del invierno. PONTE BUENOOOO

13 noviembre, 2006 12:56  

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