Desventajas de viajar en tren
No voy a ser yo el que tire la primera piedra... ¡Qué coño! ¡Piedra va! Y ojalá acierte en todo el occipucio. España es un país de cobardes: nos encantan las lapidaciones públicas, pero nadie se atreve a ser el primero en pegar el cantazo. Después, sí. Ya en masa, echamos hasta gravilla. Pues yo voy a ser más de tirar la primera piedra y, después, pirarme, que detesto las lapidaciones públicas.
El jueves pasado me lo hice de tren de la bruja, un pasaje de terror que dura las cuatro interminables horas, convexas, frías, aisladas, insomnes, doloridas, incómodas y abstemias que unen Madrid, Albacete y Valencia en el Alaris.
Y las cuatro de vuelta, claro. Desde las 6:30 de la mañana hasta las 18:30 de la tarde, me chupé ocho horas de tren chuchú.
-- ¿Te pongo en turista? -me dijo Carmen, de Excelsior (la agencia) cuando estaba sacando los billetes.
-- De acuerdo -contesté- pero que sea sueca.
El landismo que me puede. Viva Alfredo Landa, coñññño. Carmen se debió de equivocar de asiento porque me puso en turista, sí, pero de Albacete, con barba de tres días y un olor a sobaco mareante. Yo no sé si es mala suerte o estadística. Sin duda, tocamos a más cerdos que turistas suecas por cabeza pero es que ésta no es la primera vez que me quejo del profundo olor a eau de tigre de mi compañero de banquillo y nunca, nunca, nunca me ha tocado la turista sueca.
En el exiguo asiento del vagón de segunda del Alaris que, en verdad, es de tercera porque resulta un auténtico vericueto para el recto, un borraceros, compartí trayecto Madrid-Albacete, hombro con hombro con el abominable hombre de La Mancha (de grasa).
Y sin fumar. Desagradable, es poco.
Detrás de mí, un señor contumaz parecía no aceptar que no hay cobertura para el móvil en el Alaris. Ni gota. Yo no pude conectarme a internet y el no podía hablar con su hija, aunque todos los allí presentes (y con todos, me refiero a todo el tren) nos enteramos de que su hija se llama Gloria, que está sorda como una tapia y que él se encontraba aún en Alcázar de San Juan.
De tal calibre era el griterío, que estuve a punto de volverme y decirle:
-- Cuando llegue usted a Valencia, lleve a su hija al otorrino, porque le ha tenido que oír a usted, pero por la ventanilla del tren.
A mi derecha, absolutamente ajeno (probablemente sordo y sin pituitaria), un goldo de traje azul con raya blanca y manchurrones postmodernos aquí y allá, roncaba con flema atascada en el gañote y babote viscoso y bailón en la comisura del labio la más repugnante sinfonía del sueño eterno. Yo ronco también, de eso no se puede decir nada, pero yo ronco en mi casa y son ronquidos de amor al oído de mi mujer. ¿Verdad, cariño?
Fumar, prohibido. Dormir, imposible, aunque ya estaba medio aturdido. Leer...
Rodeado, mareado, sordo y asqueado, la única opción posible era ponerme los cascos y ver "Walkiria" y digo bien ver, porque oír... Los cascos que te ofrecen hacen daño en la oreja, no se escucha una mierda ni poniendo el volumen a tope, el ronkman se había venido arriba y Gloria seguía en sus trece.
Cuatro horas... Bueno, el del sobaco se bajó en Albacete. Por lo menos, desde allí a Valencia pude leer un rato. ¿Saben cuánto personal de Renfe pasó por el vagón en ese tiempo? ¿Saben cuántos empleados de Renfe se acercaron al de atrás para decirle que se fuera a la plataforma si quería berrear por el canuto?
CERO.
Eso sí. Yo, sin fumar.
Y la vuelta... La vuelta lo mismo, sólo que la peli fue "Apaloosa" y esta vez ya ni se veía, entre el reflejo de la ventana y un monitor en mal estado. Casi mejor, porque para lo que hay que ver. A la vuelta, además, me encontré al entrar en el vagón con que un señor había tomado posesión de mi sitio, de mi ventanilla, la que me correspondía a mí porque yo había pedido explícitamente.
¿Saben ustedes cuántos empleados de Renfe se acercaron a decirle al señor que estaba ocupando un sitio que no era el suyo? ¿Acaso soy yo el que se tiene que enfrentar con él? Porque a lo mejor es un señor educadísimo, se disculpa y aquí paz y después gloria (¡GLORIA! ¡GLORIA! ¡QUE NO HE LLEGADO! ¡QUE NO...! ¡QUE ESTOY EN ALCÁZAR DE SAN JUAN!). Pero, a lo mejor no. A lo mejor es un energúmeno. Yo no voy a hacer nada para averiguarlo. Permanecí de pie hasta que el tren salió de la Estació del Nord.
Por suerte, como el tren iba medio vacío, yo pude ocupar otro asiento, en ventanilla, sin molestar a nadie y sin tener que enfrentarme con nadie. Otra cosa es que en Albacete hubiera llegado un viajero y, con toda legitimidad, me hubiera dicho que estaba ocupando su sitio. Entonces, ¿qué? No sucedió, por suerte, pero yo no me quedé tranquilo hasta que el tren arrancó.
Eso sí, lo otro no falta en ningún tren. Son cuatro horas de vuelta, sin olor a sobaco, gracias a Dios, pero con mancuentros por todos lados. Estos no fallan nunca. Siempre a gritos. Dan ganas de poner un cártel:
-- No sé si su interlocutor será sordo, pero yo no. No hay cobertura. No grite, por favor, que los demás no tenemos la culpa. Sí, los demás, ¿se ha dado cuenta usted de que también estamos aquí?
Eso sí. Yo, sin fumar. Ya sé que un vagón de tercera no es una biblioteca, pero un poco de respeto y un poco de educación, o un empleado de Renfe que la imponga, no estaría mal. Ya no voy a decir un vagón para gritadores por el móvil.
-- Déme un billete para Valencia.
-- ¿Gritador o no gritador?
Y yo sin fumar, leyendo a ratos, pero sin poder concentrarme, pero los empleados de Renfe... Es el colmo de la desvergüenza. Mi asiento estaba en el vagón de cabeza (en el que iba yo sentado, también). Dos empleados de Renfe entraron al menos en dos ocasiones a charlar unos diez minutos con el maquinista. Cuando, pasaban de vuelta, esparcían a su alrededor el agrio olor de quien se acaba de echar un pitillito.
Atender a los pasajeros, no. Pero fumar...
Llegué a Madrid tan cabreado, fui las últimas dos horas rumiando el maltrato que había recibido por parte de Renfe, la mala educación de la gente y la dejación de servicio de los empleados de la compañía y me sentí tan borrego que, a pesar de que estaba cansado, puse una queja.
En la queja expresé, de manera más breve, todo esto y reclamé mi derecho a que Renfe habilite un vagón para fumadores en trayectos largos. Ni Renfe ni el gobierno tienen derecho a decirme lo que yo puedo o no puedo hacer con mi vida. Con un vagón para fumadores, los derechos de los no fumadores no son vulnerados. Sin vagón de fumadores, Renfe y el gobierno deciden por mí durante las horas que dure el trayecto. Madrid-Santiago de Compostela, en Talgo, son más de siete horas. Este trayecto, también lo he sufrido, sólo que el padre de Gloria se encontraba en Medina del Campo.
Esas siete horas son mías, ni de Renfe ni del gobierno. Y, alguno de ustedes dirá:
-- ¿Y por qué un empleado de Renfe tiene que aguantar el humo del tabaco de los fumadores en su lugar de trabajo? (Léase con tonillo agudo, repipi y boca-chancla).
Primero: visto lo visto, el tren es todo menos un lugar de trabajo.
Segundo: los empleados de Renfe brillan por su ausencia y no tiene por qué ser más frecuenta en un supuesto vagón de fumadores.
Tercero: al menos dos empleados de Renfe estarían encantados de (no) dar servicio en el vagón de fumadores.
Ya está bien de decir que no se puede hacer nada. No se puede hacer nada porque somos unos borregos y aceptamos que las cosas sean así y nos adaptamos. Pero, por mi parte, se ha acabado. Podemos hacer mucho. Podemos quejarnos. Yo lo voy a hacer cada vez que viaje en tren, que no son pocas. Me voy a dar cinco minutos para ponerles verdes, aún cuando el trayecto sea sólo de una hora. ¡Protesté hasta por el olor a sobaco del vecino! Ya sé que no es culpa de Renfe, pero desde luego no es culpa mía y si yo pudiera, por lo menos, fumar... Sin molestar a nadie.
¿Qué pasaría si cada uno de vosotros, fumadores, pusieráis una queja contra Renfe cada vez que viajarais en tren? ¿Por qué no lo hacemos? ¡Son cinco minutos! Sugiero, como título, parafraseando a Antonio Orejudo, "Desventajas de viajar en tren".
X. Bea-Murguía (estoy que echo humo)
El jueves pasado me lo hice de tren de la bruja, un pasaje de terror que dura las cuatro interminables horas, convexas, frías, aisladas, insomnes, doloridas, incómodas y abstemias que unen Madrid, Albacete y Valencia en el Alaris.
Y las cuatro de vuelta, claro. Desde las 6:30 de la mañana hasta las 18:30 de la tarde, me chupé ocho horas de tren chuchú.
-- ¿Te pongo en turista? -me dijo Carmen, de Excelsior (la agencia) cuando estaba sacando los billetes.
-- De acuerdo -contesté- pero que sea sueca.
El landismo que me puede. Viva Alfredo Landa, coñññño. Carmen se debió de equivocar de asiento porque me puso en turista, sí, pero de Albacete, con barba de tres días y un olor a sobaco mareante. Yo no sé si es mala suerte o estadística. Sin duda, tocamos a más cerdos que turistas suecas por cabeza pero es que ésta no es la primera vez que me quejo del profundo olor a eau de tigre de mi compañero de banquillo y nunca, nunca, nunca me ha tocado la turista sueca.
En el exiguo asiento del vagón de segunda del Alaris que, en verdad, es de tercera porque resulta un auténtico vericueto para el recto, un borraceros, compartí trayecto Madrid-Albacete, hombro con hombro con el abominable hombre de La Mancha (de grasa).
Y sin fumar. Desagradable, es poco.
Detrás de mí, un señor contumaz parecía no aceptar que no hay cobertura para el móvil en el Alaris. Ni gota. Yo no pude conectarme a internet y el no podía hablar con su hija, aunque todos los allí presentes (y con todos, me refiero a todo el tren) nos enteramos de que su hija se llama Gloria, que está sorda como una tapia y que él se encontraba aún en Alcázar de San Juan.
De tal calibre era el griterío, que estuve a punto de volverme y decirle:
-- Cuando llegue usted a Valencia, lleve a su hija al otorrino, porque le ha tenido que oír a usted, pero por la ventanilla del tren.
A mi derecha, absolutamente ajeno (probablemente sordo y sin pituitaria), un goldo de traje azul con raya blanca y manchurrones postmodernos aquí y allá, roncaba con flema atascada en el gañote y babote viscoso y bailón en la comisura del labio la más repugnante sinfonía del sueño eterno. Yo ronco también, de eso no se puede decir nada, pero yo ronco en mi casa y son ronquidos de amor al oído de mi mujer. ¿Verdad, cariño?
Fumar, prohibido. Dormir, imposible, aunque ya estaba medio aturdido. Leer...
Rodeado, mareado, sordo y asqueado, la única opción posible era ponerme los cascos y ver "Walkiria" y digo bien ver, porque oír... Los cascos que te ofrecen hacen daño en la oreja, no se escucha una mierda ni poniendo el volumen a tope, el ronkman se había venido arriba y Gloria seguía en sus trece.
Cuatro horas... Bueno, el del sobaco se bajó en Albacete. Por lo menos, desde allí a Valencia pude leer un rato. ¿Saben cuánto personal de Renfe pasó por el vagón en ese tiempo? ¿Saben cuántos empleados de Renfe se acercaron al de atrás para decirle que se fuera a la plataforma si quería berrear por el canuto?
CERO.
Eso sí. Yo, sin fumar.
Y la vuelta... La vuelta lo mismo, sólo que la peli fue "Apaloosa" y esta vez ya ni se veía, entre el reflejo de la ventana y un monitor en mal estado. Casi mejor, porque para lo que hay que ver. A la vuelta, además, me encontré al entrar en el vagón con que un señor había tomado posesión de mi sitio, de mi ventanilla, la que me correspondía a mí porque yo había pedido explícitamente.
¿Saben ustedes cuántos empleados de Renfe se acercaron a decirle al señor que estaba ocupando un sitio que no era el suyo? ¿Acaso soy yo el que se tiene que enfrentar con él? Porque a lo mejor es un señor educadísimo, se disculpa y aquí paz y después gloria (¡GLORIA! ¡GLORIA! ¡QUE NO HE LLEGADO! ¡QUE NO...! ¡QUE ESTOY EN ALCÁZAR DE SAN JUAN!). Pero, a lo mejor no. A lo mejor es un energúmeno. Yo no voy a hacer nada para averiguarlo. Permanecí de pie hasta que el tren salió de la Estació del Nord.
Por suerte, como el tren iba medio vacío, yo pude ocupar otro asiento, en ventanilla, sin molestar a nadie y sin tener que enfrentarme con nadie. Otra cosa es que en Albacete hubiera llegado un viajero y, con toda legitimidad, me hubiera dicho que estaba ocupando su sitio. Entonces, ¿qué? No sucedió, por suerte, pero yo no me quedé tranquilo hasta que el tren arrancó.
Eso sí, lo otro no falta en ningún tren. Son cuatro horas de vuelta, sin olor a sobaco, gracias a Dios, pero con mancuentros por todos lados. Estos no fallan nunca. Siempre a gritos. Dan ganas de poner un cártel:
-- No sé si su interlocutor será sordo, pero yo no. No hay cobertura. No grite, por favor, que los demás no tenemos la culpa. Sí, los demás, ¿se ha dado cuenta usted de que también estamos aquí?
Eso sí. Yo, sin fumar. Ya sé que un vagón de tercera no es una biblioteca, pero un poco de respeto y un poco de educación, o un empleado de Renfe que la imponga, no estaría mal. Ya no voy a decir un vagón para gritadores por el móvil.
-- Déme un billete para Valencia.
-- ¿Gritador o no gritador?
Y yo sin fumar, leyendo a ratos, pero sin poder concentrarme, pero los empleados de Renfe... Es el colmo de la desvergüenza. Mi asiento estaba en el vagón de cabeza (en el que iba yo sentado, también). Dos empleados de Renfe entraron al menos en dos ocasiones a charlar unos diez minutos con el maquinista. Cuando, pasaban de vuelta, esparcían a su alrededor el agrio olor de quien se acaba de echar un pitillito.
Atender a los pasajeros, no. Pero fumar...
Llegué a Madrid tan cabreado, fui las últimas dos horas rumiando el maltrato que había recibido por parte de Renfe, la mala educación de la gente y la dejación de servicio de los empleados de la compañía y me sentí tan borrego que, a pesar de que estaba cansado, puse una queja.
En la queja expresé, de manera más breve, todo esto y reclamé mi derecho a que Renfe habilite un vagón para fumadores en trayectos largos. Ni Renfe ni el gobierno tienen derecho a decirme lo que yo puedo o no puedo hacer con mi vida. Con un vagón para fumadores, los derechos de los no fumadores no son vulnerados. Sin vagón de fumadores, Renfe y el gobierno deciden por mí durante las horas que dure el trayecto. Madrid-Santiago de Compostela, en Talgo, son más de siete horas. Este trayecto, también lo he sufrido, sólo que el padre de Gloria se encontraba en Medina del Campo.
Esas siete horas son mías, ni de Renfe ni del gobierno. Y, alguno de ustedes dirá:
-- ¿Y por qué un empleado de Renfe tiene que aguantar el humo del tabaco de los fumadores en su lugar de trabajo? (Léase con tonillo agudo, repipi y boca-chancla).
Primero: visto lo visto, el tren es todo menos un lugar de trabajo.
Segundo: los empleados de Renfe brillan por su ausencia y no tiene por qué ser más frecuenta en un supuesto vagón de fumadores.
Tercero: al menos dos empleados de Renfe estarían encantados de (no) dar servicio en el vagón de fumadores.
Ya está bien de decir que no se puede hacer nada. No se puede hacer nada porque somos unos borregos y aceptamos que las cosas sean así y nos adaptamos. Pero, por mi parte, se ha acabado. Podemos hacer mucho. Podemos quejarnos. Yo lo voy a hacer cada vez que viaje en tren, que no son pocas. Me voy a dar cinco minutos para ponerles verdes, aún cuando el trayecto sea sólo de una hora. ¡Protesté hasta por el olor a sobaco del vecino! Ya sé que no es culpa de Renfe, pero desde luego no es culpa mía y si yo pudiera, por lo menos, fumar... Sin molestar a nadie.
¿Qué pasaría si cada uno de vosotros, fumadores, pusieráis una queja contra Renfe cada vez que viajarais en tren? ¿Por qué no lo hacemos? ¡Son cinco minutos! Sugiero, como título, parafraseando a Antonio Orejudo, "Desventajas de viajar en tren".
X. Bea-Murguía (estoy que echo humo)