No hay cojo bueno
Queridos amigos,
permítanme la licencia de usar esta frase tan incorrecta, tan inconveniente, que, sin embargo, tomo del refranero. La vecina del pueblo, Rosa, con 88 años, sorda y, por tanto, gritona y con los filtros que impiden que todo lo que pensamos salga por nuestra boca caducados e inservibles, suelta este tipo de inconveniencias como un chorro irrefrenable de incorrección. Allá que me siento yo con ella, a menudo, en la escalera de su portal a cortar trajes a voz en grito a todo el que pasa, un entretenimiento popular mucho más edificante que la televisión o la lectura. Lo podríamos llamar la Wii del pueblo.
-- ¡Ay galleguiño! Darás la coz, tarde o pronto, sí señor -me grita a mí.
-- Ganas me entran, Rosa -le respondo yo a voces, porque si no, no se entera la mujer.
La edad es lo que tiene: con 88 años la Rosa es como el James Bond del corte de trajes: con licencia para insultar. No se crean que la gente se lo toma a mal. Todo el mundo sabe, perfectamente, cómo es. Recuerdo que mi abuela Mari hacía lo mismo, ya a una edad, poco antes de morir con otro pilón de años de aquí te espero. Mi madre lloraba y lloraba y yo, en una ocasión, le pregunté que por qué lloraba si la abuela ya no sabía lo que decía (salvo "Bilbao es lo mejor y lo demás, una mierda", esto creo que lo dijo conscientemente siempre, a pesar de la demencia senil).
-- No sabe lo que dice, pero todo lo que dice jode -me contestó mi madre. Y, claro, tenía razón.
La Rosa se sienta en su puesto de franca-tiradora (y tan franca), ve pasar la gente como patos de feria y, pim, pam, pum, tiene munición más que de sobra. Un día, acertó a renquear por delante del portal un pobre hombre con dos muletas, las piernas colgantes y retorcidas como dos sarmientos reblandecidos, y la Rosa apuntó sin piedad su berrido:
-- ¡No hay cojo bueno! ¡Ay Dios!
No debe uno reírse de estas cosas, o sí, pero yo me descojono, no por el hombre de las muletas, sino por el descaro insolente de la Rosa. ¡Qué estatus más acojonante otorga la edad!
Hoy, esperando a que me abrieran la imprenta, y he estado un buen rato (por cierto), he podido apreciar una manera mucho peor de faltar el respeto a un discapacitado. Delante de mí, un sitio para aparcar reservado para paralíticos, perfectamente señalizado, ha sido violado hasta tres veces, primero por una señora que se ha echado sus diez minutos, luego por un repartidor que también lo ha ocupado durante un buen rato y, finalmente, por un señor con bigote y cara de mala leche.
Inmediatamente me ha venido a la cabeza Homer Simpson, que en un capítulo de la serie ocupaba un sitio de minusválidos y salía cojeando del coche para disimular. Tan rastrero y tan real, que al tercero que ha ocupado la plaza no me he podido resistir y le he dicho:
-- Por lo menos disimule y salga del coche cojeando.
El hombre del bigote me ha mirado con cara de mala leche, la que pondría cualquiera al que, sorprendido aprovechándose de las debilidades de los demás a lo Homer Simpson, le sacan los colores en público, pero, para mi sorpresa (morrocotuda y tierra trágame) me ha hecho caso y ha salido del coche cojeando.
Yo no tengo 88 años. Sencillamente soy gilipollas.
X. Bea-Murguía (no hay cojo bueno).
permítanme la licencia de usar esta frase tan incorrecta, tan inconveniente, que, sin embargo, tomo del refranero. La vecina del pueblo, Rosa, con 88 años, sorda y, por tanto, gritona y con los filtros que impiden que todo lo que pensamos salga por nuestra boca caducados e inservibles, suelta este tipo de inconveniencias como un chorro irrefrenable de incorrección. Allá que me siento yo con ella, a menudo, en la escalera de su portal a cortar trajes a voz en grito a todo el que pasa, un entretenimiento popular mucho más edificante que la televisión o la lectura. Lo podríamos llamar la Wii del pueblo.
-- ¡Ay galleguiño! Darás la coz, tarde o pronto, sí señor -me grita a mí.
-- Ganas me entran, Rosa -le respondo yo a voces, porque si no, no se entera la mujer.
La edad es lo que tiene: con 88 años la Rosa es como el James Bond del corte de trajes: con licencia para insultar. No se crean que la gente se lo toma a mal. Todo el mundo sabe, perfectamente, cómo es. Recuerdo que mi abuela Mari hacía lo mismo, ya a una edad, poco antes de morir con otro pilón de años de aquí te espero. Mi madre lloraba y lloraba y yo, en una ocasión, le pregunté que por qué lloraba si la abuela ya no sabía lo que decía (salvo "Bilbao es lo mejor y lo demás, una mierda", esto creo que lo dijo conscientemente siempre, a pesar de la demencia senil).
-- No sabe lo que dice, pero todo lo que dice jode -me contestó mi madre. Y, claro, tenía razón.
La Rosa se sienta en su puesto de franca-tiradora (y tan franca), ve pasar la gente como patos de feria y, pim, pam, pum, tiene munición más que de sobra. Un día, acertó a renquear por delante del portal un pobre hombre con dos muletas, las piernas colgantes y retorcidas como dos sarmientos reblandecidos, y la Rosa apuntó sin piedad su berrido:
-- ¡No hay cojo bueno! ¡Ay Dios!
No debe uno reírse de estas cosas, o sí, pero yo me descojono, no por el hombre de las muletas, sino por el descaro insolente de la Rosa. ¡Qué estatus más acojonante otorga la edad!
Hoy, esperando a que me abrieran la imprenta, y he estado un buen rato (por cierto), he podido apreciar una manera mucho peor de faltar el respeto a un discapacitado. Delante de mí, un sitio para aparcar reservado para paralíticos, perfectamente señalizado, ha sido violado hasta tres veces, primero por una señora que se ha echado sus diez minutos, luego por un repartidor que también lo ha ocupado durante un buen rato y, finalmente, por un señor con bigote y cara de mala leche.
Inmediatamente me ha venido a la cabeza Homer Simpson, que en un capítulo de la serie ocupaba un sitio de minusválidos y salía cojeando del coche para disimular. Tan rastrero y tan real, que al tercero que ha ocupado la plaza no me he podido resistir y le he dicho:
-- Por lo menos disimule y salga del coche cojeando.
El hombre del bigote me ha mirado con cara de mala leche, la que pondría cualquiera al que, sorprendido aprovechándose de las debilidades de los demás a lo Homer Simpson, le sacan los colores en público, pero, para mi sorpresa (morrocotuda y tierra trágame) me ha hecho caso y ha salido del coche cojeando.
Yo no tengo 88 años. Sencillamente soy gilipollas.
X. Bea-Murguía (no hay cojo bueno).