El cementerio de los libros olvidados(¿Y por qué narices habría que recordarlos?)Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el Cementerio de los Libros Olvidados. Como para olvidarlo. Eran las cinco de la mañana, que es la mejor hora para ir a un cementerio. Lo tengo vivo en la memoria de la misma manera que el coronel
Aureliano Buendía recordaba, ante el pelotón de fusilamiento, el día en que su padre le llevó a conocer el hielo o como
Carlos Clot lo descubrió al fondo de un vaso de Bombay. Siempre hay una primera vez para todo, le dijo el violador al violado, pero, claro, ¿al amanecer? Puedo imaginar lo que, antes de salir de casa, habría dicho mi madre (de no estar muerta) en ese amanecer lúgubre de la ciudad oscura: “
Oye, Paco, ¿y es necesario que te lleves al niño al cementerio ese justo ahora, al amanecer? Y digo yo, ¿no será una hora mucho más prudente para un niño, por ejemplo, las seis de la tarde?”. Pero no, mi padre, erre que erre, al amanecer o nada, al Cementerio de los Libros Olvidados. Desgranaban los primeros días del verano de 1945 y caminábamos por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza, y eso que
Carod aún no era ni un mal pensamiento, y un sol de vapor que se derramaba sobre la Rambla de Santa Mónica en una guirnalda de cobre líquido, que es una cosa curiosa y digna de verse, porque ya es difícil que el sol se presente vaporoso como gasillas de nínfulas, pero que el vapor se derrame, tela, y que forme guirnaldas de cobre líquido y, encima, al amanecer es ya una cosa churrigueresca. Recuerdo bien ese día porque, además del cementerio este, fue la mañana en que decidí dejar de tomarme las pastillas del abuelo.
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Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie –advirtió mi padre, y como para contarlo. Si cuento lo del sol, el vapor y el cobre, me meten de cabeza en Proyecto Hombre-
. Ni a tu amigo Tomás. A nadie.--
¿Ni siquiera a mamá? –inquirí yo, que para qué preguntar cuando se puede inquirir, a media voz.
Mi padre suspiró amparado en aquella sonrisa triste que le perseguía como una sombra por la vida, como un callado grito… Es decir que la sonrisa la llevaba… ¿atrás? ¿Era plasta la sonrisa? Le perseguía , le acosaba, le hostigaba…
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Claro que sí –respondió cabizbajo y, supongo, cagándose en la sádica inocencia de los niños-.
Con ella no tenemos secretos. A ella puedes contárselo todo.
Hasta lo del amanecer vaporoso de cobre líquido. No se va a enterar. Poco después de la guerra civil, un brote de cólera se había llevado a mi madre. ¿Cómo? Coño, pues brotó con muy mala leche, la agarró y se la llevó. ¡Vaya pregunta!
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Te entiendo perfectamente –me dijo un vaporoso día mi amigo Tomás-.
A la mía se la llevó un brote de soja.
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¿Gigante? ¿Mutante?--
No. Caducado.
La enterramos en Montjuïc el día de mi cuarto cumpleaños, que ya es mala leche. Después de soplar las velas sobre el ataúd y de cantar el feliz, feliz en tu día, inquirí de nuevo a mi padre si no había podido elegir otro día para enterrarla y él, taciturno, porque ya empezaba a cabizbajear y a notar el acecho de la sonrisa triste y ubicua, me contestó con un callado grito:
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No, hijo, estas cosas cuanto antes que si no empieza a oler y no hay quien esté.
Sólo recuerdo que llovió todo el día y toda la noche, y que cuando le pregunté a mi padre si el cielo lloraba, le faltó la voz para responderme.
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Es el cambio climático, palurdo.
Seis años después, la ausencia de mi madre era para mí todavía un espejismo, un silencio a gritos, una sonrisa triste, que aún no había aprendido a acallar con palabras y, por eso, me tomaba las pastillas del abuelo. Mi padre y yo vivíamos en un piso en la calle Santa Ana, junto a la plaza de la iglesia, que es un dato que ahora no viene a cuento, pero que se lo digo para que lo sepan. El piso estaba situado justo encima de la librería especializada en ediciones de coleccionista y libros usados. Para un libro que vendía al mes mi padre, encima, tenía que aguantarle el rollo a un friqui del palimpsesto (Dios, qué pesados eran). Heredada del abuelo, era un bazar encantado que mi padre confiaba en que algún día pasaría a mis manos. En esto, tenía tanto empeño que yo nunca me atreví a decirle que lo yo quería era ser protésico dental, que ganan una pasta y no tienen que aguantarle el rollo a nadie. Me crié entre libros y ácaros del polvo (el mejor sitio para un niño), haciendo amigos invisibles (porque en el cole me llamaban el raro) en páginas que se deshacían en polvo justo cuando iba a pasar algo interesante y cuyo olor aún conservo en las manos, porque libros, muchos, pero jabón, cero. De niño aprendí a conciliar el sueño mientras le explicaba a mi madre en la penumbra de la habitación las incidencias de la jornada, mis andanzas en el colegio, lo que había aprendido aquel día: las tablas de multiplicar, a fumar, lo que tenía la Matilde bajo la falda…. Hoy, mi mujer me llama pesado, me dice que si me he pensado que ella es mi madre y, para salvar mi matrimonio, voy cada viernes a un doctor muy simpático que me ayuda a superar este edipo necrofílico. Con un grito callado. Con una sonrisa triste. Volviendo a mi madre. No podía oír su voz o sentir su tacto (ni una cosa ni la otra), pero su luz y su calor ardían en cada rincón de aquella casa, así que, mi padre, que era purito catalán, se ahorraba la calefacción y la cuenta de Iberdrola. Yo, con la fe de aquellos que todavía pueden contar sus años con los dedos de las manos (es decir, diecinueve años, a ver si no se puede contar hasta diecinueve sin la ayuda de los dedos de los pies), creía que si cerraba los ojos y le hablaba, ella podría oírme desde donde estuviese. Que no, que no me oía, pero yo lo pensaba igual. A veces, mi padre me escuchaba desde el comedor y lloraba a escondidas, que mira que era negligente mi padre porque esconderse para llorar cuando uno está solo en el comedor es raro, pero es que encima yo le pillaba siempre.
Recuerdo que aquel alba de junio me desperté gritando. El corazón me latía en el pecho (estaría bueno que me latiera en la rodilla) como si el alma quisiera abrirse camino y echar a correr escaleras abajo. Había cenado mucho. Mi padre acudió azorado a mi habitación y me sostuvo en sus brazos, intentando calmarme. Con escaso éxito.
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No puedo acordarme de su cara. No puedo acordarme de la cara de mamá –murmuré sin aliento.
Mi padre me abrazó con fuerza.
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No te preocupes, Daniel. Yo me acordaré por los dos.
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¡Menudo consuelo, papá! -le dije-.
Yo sigo sin acordarme.
Nos miramos en la penumbra, y menos mal que no lo hicimos mutuamente, buscando palabras que no existían. Quizá, por eso, no las encontramos, pero si las hubiéramos encontrado, yo habría dicho:
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Bratopucio.
Y mi padre habría contestado.
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Correlpondio.
Y nos habríamos quedado igual, mirándonos en la penumbra. Aquella fue la primera vez en que me di cuenta de que mi padre envejecía y de que sus ojos, ojos de niebla y pérdida, siempre miraban atrás, buscando huir del acecho de la sonrisa triste, con un grito callado y un silencio clamoroso. Se incorporó y descorrió las cortinas para dejar entrar la tibia luz del alba.
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Anda, Daniel, vístete. Quiero enseñarte algo –dijo.
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¿Ahora? ¿A la cinco de la mañana?--
Hay cosas que sólo pueden verse entre tinieblas.
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¡Ah, sí! ¿Como qué?--
No sé, hijo. Cosas. Cosas –insinuó mi padre blandiendo una sonrisa enigmática, que casi me da con ella de cómo la blandía y que, probablemente, no estoy seguro, había tomado prestada de algún tomo de
Alejandro Dumas o de cualquiera de sus negros.
"La sombra del viento", de
Carlos Ruiz Zafón. Versión crítica, revisada, remasterizada y glosada por X. Bea-Murguía (ese perfecto ignorante).
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