La madre de mi vecino
A Cecilia le mola, aunque lo niega, pero yo, que la conozco, sé que el aspecto un poco desaliñado, pero no estudiadamente desaliñado, de mi vecino le gusta. A mí no me importa, siempre que se quede en eso. Entiendo que es una cosa natural (yo mismo me siento atraído por otras mujeres). José Luis, que es como creo que se llama el vecino, es un hombre atractivo, casi guapo, con mucha personalidad, simpático, bromista... Cecilia se ríe mucho con sus bromas (hay veces que, pasado un buen rato, le perdura la sonrisita tonta en la boca, como si estuviera dándole vueltas al chiste) y eso, lo sé muy bien, la conquista.
Cuando nos encontramos con él en el super, íbamos Cecilia y yo discutiendo por lo de casi siempre, con lo que se produjo una situación un poco incómoda. Teníamos que hacer la compra, que es el quehacer siempre pendiente, nuestra espada de Damocles, porque ambos lo odiamos y vamos a disgusto, de mala leche. Somos capaces de hacer pereza hasta que caduca el vacío de la nevera antes de obligarnos, no sin cruce de reproches, a ir al supermercado. En esta ocasión, sin embargo, como era tarde, estábamos de acuerdo: íbamos a comprar cuatro o cinco cosillas indispensables y nada más. Lo que pasa es que Cecilia nunca deja pasar la oportunidad y, cuando estábamos en la sección de panadería, cogiendo bollos guarros para mojar en el café, me soltó un "ahora me tienes que acompañar a la zapatería", que es su típica emboscada.
-- ¿Y por qué no me lo dices antes? -protesto amargamente.
-- Pues porque me acabo de acordar -que no es verdad, ir a la zapatería no era nada que estuviera pendiente, sino un capricho, algo que se le acaba de ocurrir porque sabe que no tengo escapatoria, que estoy rodeado por los indios y no me puedo negar a acompañarla.
-- ¡Genial! -me revolví, pero casi entregado- ¿Y qué hacemos con las bolsas? ¿Las paseamos por todo el barrio?
-- ¡Es sólo un momento! ¡No te enfandes, hombre!... Además, está aquí al lado.
Me sulfuro mucho con estas encerronas, las pequeñas fricciones de la pareja, aunque a mí ni se me pasa por la cabeza arrinconar a Cecilia que me acompañe un domingo al fútbol. A veces me pregunto por qué cedo, si para mí es una tortura ir de compras. Lo fácil hubiera sido mandarla a la zapatería y hacerme cargo yo de llevar las bolsas a casa, pero en estas ocasiones el instinto me dice que es inútil porfiar, que no me queda más remedio que entregarme a mi destino: ir de partener a la puta zapatería cargado de bolsas y, de paso, a la tienda que está al lado y a la de al lado... Cuando más la temo es cuando, como para acabar de convencerme (que no se entera porque yo voy porque tengo que ir, pero no convencido) suelta lo de "Es sólo un momentito" o "Voy a tiro hecho". En ese momento, sé que estoy bien jodido: que va a ser una larga y tediosa procesión de tienda en tienda, de perchero en perchero, detrás de ella como una sombra, como un esclavo que su ocio que, encima, debe fingir que le interesa y dar su opinión sobre cada modelito.
Estábamos en esa refriega cuando apareció José Luis (¿es José Luis o Gerardo?). Yo seguía gruñendo, en voz baja, inmerso en el bucle. Estaba a punto de zanjar la cuestión con un "Entérate, Cecilia, de una vez: ir de compras será divertido para ti y para tu madre. Para mí, es un coñazo. Si quieres ir de compras, que me parece muy bien, llama a tu madre. A mí, déjame tranquilo" cuando me interrumpió la perenne sonrisa de mi vecino.
-- ¡Hombre! ¿Qué tal, Jesús? Hola Cecilia -que me hizo sentirme totalmente insignificante por dos razones: él sabe mi nombre, yo no estoy seguro del suyo, y eso me pone a un nivel inferior; pero es que, además, Cecilia sacó pecho y estiró el cuello, porque, aunque lo niegue, pavea con él y esto, sumado a la inseguridad de no atreverme a mencionar su nombre, por miedo a fallar, enciendió un leve rescoldo de celos.
-- Aquí, de compras, ya ves. ¿Y tú?
-- Pues lo mismo, macho, que lo odio... Ahora que, si llego a saber que venís vosotros, os doy la lista y me lo traéis a casa, ¿no? -la broma, siempre dispuesta-. Para eso están los buenos vecinos, ¿no?.
Lo dijo con un encanto especial, serio pero si dejar de sonreír, como si una broma, sí, pero por si cuela y aceptamos el encargo.
-- Pues haberlo dicho, hombre -le constestó Cecilia, ante mi estupor-. Si otro día quieres, a nosotros no nos importa, ¿verdad Jesús?
¿No nos importa? No te importará a ti, no te jode. Bastante tengo yo con hacer MI compra, como para hacérsela al listo del vecino, por majo que parezca.
-- Claro, claro -digo yo, aunque con evidente tono de poco convencimiento-. Encantados, encantados.
-- ¡Ah! Bueno es saberlo -contestó un poco hipócrita, para mi gusto, como si no se esperara la reacción de Cecilia-. Pues para la próxima vez ya lo sé...
-- Vale, vale. -claro que lo sabes: la próxima vez, vas tú.
-- Bueno, pues nos vemos.
-- Hasta luego -dije yo.
-- Sí, sí, nos vemos pronto -cantó Cecilia, sin poder disimular su entusiasmo.
Cuando se alejó de nosotros, aventurándose en la oscura selva del congelado, le pregunté a Cecilia que si estaba tonta, que si no se había dado cuenta de que era una broma y que dejara de disimular, que entendía perfectamente que le molara el vecino y que no me molestaba (mientras no pasara de ahí, claro). Cecilia ni me contestó: cambió de tema, su típica estrategia, como si los problemas desaparecieran solos con no hablar de ellos.
Al llegar a la caja, nos volvimos a encontrar con José Luis (o como cojones se llame), que estaba acabando de pagar su compra, mucho más pequeña que la nuestra, porque a nosotros nos pasa casi siempre lo mismo: que vamos a por cuatro cosas y volvemos a casa cargados como mulos, con el agravante de que la mayoría de los productos que hemos echado al carrito ni estaban en la lista ni los necesitamos para nada. Supongo que somos víctimas del consumismo.
-- ¿Vais para casa? -nos preguntó con su sonrisa de billete de dólar made in China.
¿Lo preguntaría por esperarnos y volver caminando juntos o por adjudicarnos sus bolsas? Quería estar preparado a su siguiente bromita. Si no fuera por los celos, por la actitud de Cecilia, me apetecería mucho volver charlando con él (mucho más, desde luego, que ir a la zapatería) o, incluso, pararnos a tomar una cerveza, tener la oportunidad de conocerlo y, por qué no, llegar a ser amigos, aparte de averiguar su nombre, claro, que siempre me digo que lo voy a mirar en el buzón y nunca me acuerdo de hacerlo. Pero con Cecilia haciendo la pava... Prefiero la zapatería.
-- Sí, sí -respondió Cecilia al mismo tiempo que yo pensaba que es gilipollas del todo.
-- No, no -corregí yo-. Tenemos que ir a la zapatería, ¿no te acuerdas, cariño?
-- Bueno, pero lo podemos dejar para otro día. Tú no quieres ir, ¿no?
¿Para otro día? Es decir: veinte minutos de discusión por la mierda de la zapatería y resulta que, ante la posibilidad de caminar diez minutos con el vecino, José Luis o como coño se llame, a esta tía se le olvida la discusión, la zapatería, las tiendas y su madre. No tengo ganas de ir de compras, ninguna gana, pero mucho menos de asistir al coqueteo de mi chica con mi vecino, por muy majo y bromista que sea.
-- No, María, vamos a la zapatería.
-- Pero... Jesús... ¿No ves que vamos muy cargados? Otro día vamos -y ya que use mis argumentos en mi contra cuando le conviene es que me revienta...
A todo esto, José Luis, el tío este como hostias se llame, asiste a la discusión invertida como un simio de alargados brazos por el peso de sus bolsas, con sonrisa de perplejidad tontuna, como si no entendiera que el hombre quiera ir de tiendas y la mujer no. Estaba esperando, soportando no poco peso, a que tomáramos una decisión para hacernos la broma de que le llevemos las bolsas a casa (que ya le tengo yo calado al gilipollas del vecino). Entendí que necesitaba una salida honrosa.
-- ¿Por qué no nos llevas tú las bolsas a casa? -le pregunté, en tono de broma, pero por si cuela-. Para eso están los buenos vecinos, ¿no?
José Luis, Gerardo o Estotú reventó en una enorme carcajada, como si le hubiera pisado el chiste (no te jode).
-- Voy un poco cargado -se excusó-, pero no te preocupes que ahora mismo os mando a mi madre y os echa una mano.
¡Ahora os mando a mi madre! ¡Qué cachondo! ¡Y yo que estaba pensando mal de él por culpa de Cecilia! Me desconcierta bastante este hombre: no sé si lo dice de broma, en serio... Cecilia se quedó... Bueno... Ni lo digo. Digamos que se ruborizó de gusto, viendo a su chico superado por el ingenio del vecino.
-- Vale, vale -zanjé el asunto, mientras la cajera comenzó a pasar nuestra compra por el escáner-. Mándala, que aquí la esperamos.
-- Venga, hasta luego.
-- Adiós.
-- Nos vemos pronto.
Mi vecino, a pesar de que el coqueteo de mi chica me saca de quicio, que a veces parece que se lo come con los ojos, me sigue cayendo muy bien. Me sentí un poco culpable pensando en que él podía haber interpretado mal mi reacción, un poco airada. Parece un tío majo, como ya he dicho, y tampoco es su culpa si Cecilia se siente atraída y no lo puede disimular. Cuando ya estaba lo suficientemente lejos, mi chica me espetó:
-- A ver si te decides, guapo. Tanta bronca con que te tiendo emboscadas, con que no quieres ir a la zapatería, ni de compras, que aprovechas la mínima para meterte con mi madre, y cuando yo cedo, porque eres un cabezón y no das nunca tu brazo a torcer, resulta que tú sí quieres ir. No hay quien te entienda...
Cuando se pone en este plan, y yo pienso que en verdad se está justificando porque sabe que la he calado desde el principio, es mejor no interrumpirla, dejar que suelte la arenga entera y que descargue su mala conciencia. Cuando iba a mitad de rollo, que yo escuchaba metiendo la lechuga en la bolsa, apareció una señora salvadora de cierta edad, un poco gorda, con cara de simpática, que tiraba de un carrito. ¿La madre de José Luuu... Leches?
-- Hola... ¿Cómo estáis? Me ha pedido mi hijo que os lleve la compra a casa.
Cecilia y yo nos miramos y empezamos a descojonarnos de risa. ¡Qué momentazo! Y no tanto por el ataque de risa, como por la recuperación instantánea de la complicidad perdida en una discusión estúpida. Me encanta cuando conectamos así, cuando sólo con mirarnos a los ojos ya sabemos lo que está pensando el otro: este vecino es la leche.
-- Déjelo, mujer, muchas gracias -le dije a la buena señora, sin dejar de pensar en el cachondo del vecino, José Luis-. No se moleste.
-- Si no es molestia, hijo -hasta tenía voz de hada bondadosa de cuento infantil-. Échalo en el carro, que aquí no me pesa nada y yo os lo llevo a casa.
Yo estaba ya por decirle que no, que no insistiera, que muchas gracias, pero Cecilia me miró, me dijo claramente con la mirada que, en venganza, no me iba a librar de un buen maratón de tiendas, y empezó a meter la compra en el carro de la madre de José Luis.
-- Me parece un abuso -protesté sin ayudar a Cecilia, pensando en la que me esperaba sin poder usar la excusa de las bolsas para huir en un momento dado.
-- No seas tonto, hijo. Hoy por vosotros, mañana por mí.
Así que cargamos el carro, la madre de José Luis se fue por el mismo sitio que su hijo, pagamos y nosotros encaramos la dura prueba de la zapatería. A decir verdad, Cecilia se apiadó un poco de mí, yo no sé si por la broma seria de José Luis o porque, al final, los enfados le duran poco. Sólo fuimos a la zapatería. Para que luego me queje. Ni siquiera a la tienda de ropa de al lado. Eso sí, no compramos nada de nada.
No había pasado más de media hora cuando llamamos a la puerta de José Luis (se me había vuelto a olvidar mirar su nombre en el buzón) para recoger nuestra compra. Abrió la puerta, desaliñado, atractivo y sonriendo con su simpatía habitual:
-- Hola de nuevo... ¡Qué sorpresa! -dijo.
¿Sorpresa? me pregunté. Ya empezamos. Si tienes nuestra compra, cachondo.
-- Siempre tan bromista -le dije sinceramente amable y riéndome de su nueva ocurrencia-. ¿Qué sorpresa? Tienes nuestra compra.
José Luis, o cómo sea que se llame, se sorprendió bastante, porque cambió de cara y, por primera vez, dejó caer esa sonrisa estúpida de sus labios, como si verdaderamente no supiera de qué le estaba hablando. A mi espalda, pude sentir a Cecilia sonrojarse, oí el suave crepitar de sus mejillas ardiendo como la leña en el hogar, lo que ya empezaba a fastidiarme en serio. Este tío de qué iba: o era buen actor o ciertamente no sabía nada de nuestra compra.
-- No... Estás de broma, ¿no? Te digo en serio que yo no tengo vuestra compra - y sí que lo dijo muy serio.
-- ¡Anda ya! ¿Cómo que no? -Cecilia ya se estaba riendo. Evidentemente, nos estaba tomando el pelo. ¡Menudo bromista es el tío!
-- ¡Como que no! -ya adusto, casi borde-. De verdad que no la tengo.
-- Pero si nos la ha recogido tu madre con su carrito -ya he picado, joder, odio ser el primero que pica en las bromas, pero es que no parecía en absoluto que José Luis estuviera de cachondeo.
-- ¿Mi madre? -perplejo, como si hubiéramos cruzado la línea.
-- Sí, sí. Tu... Tu madre.
-- ¡Ah! Mi madre murió el 28 de marzo de 1998.
X. Bea-Murguía (buen fin de semana a todos)
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