En la capacidad de asombrarse
ayer me pasó una cosa que no me asombra, lo cual, según se dijo en la presentación de "Niños de tiza", de David Torres, me aleja aún más de mi infancia, ese paraíso perdido que, para mi gusto, tenemos demasiado idealizado: un político me dio plantón. ¿Qué les parece? ¿Un señor que dice que va a cenar contigo y no se presenta? ¿A que no es nada asombroso?
No quisiera ponerme serio hoy, joder, pero no lo voy a conseguir. ¿Vosotros os acordáis del día en que fuisteis conscientes de que teníais manos? ¿A que no? Pues no hay asombro en ese descubrimiento, que es mágico, pero fragil en la memoria: hay inmensa curiosidad.
Cierro esta minisemana dedicada a mis niños, dos días antes de sumergirme en el agüita calda del Mediterráneo, previo esperado atasco (menos asombroso que un político que dice que viene y, luego, resulta que no viene), con una disertación profunda, aguda, en mi línea de "intelectuás" de primer orden, sobre la capacidad de asombro de los niños. Es una chorrada, como todas las mías, pero para el que le interese...
Todo porque, según mi amigo David, lo que caracteriza a la infancia es la capacidad de asombro, con lo que podría estar algo de acuerdo, si no fuera porque, evidentemente, yo tengo mi infancia bastante más reciente que David, que Rafael Reig y que Abraham García y, además, vivo la de mis hijos con toda la intensidad que puedo (lo que no niego ni en Rafael ni en Abraham, pero sí en David que, gracias a Dios, aún no se ha reproducido y estamos a tiempo de evitarlo).
Quizá por eso, porque en ellos percibo ese deje demasiado adulto de "los niños de hoy no son como éramos nosotros", lo cual es una cantinela, una proclama atávica, cultivada por lo que ya dijeron nuestros padres de nosotros en la melancolía de la niñez, prefiero darle la vuelta a la tesis: lo que caracteriza a la infancia es la capacidad de asombrar. Por lo menos, mis hijos son así.
Por lo que comprenden, cuando tú estás convencido de que no comprenden.
Por lo que saben, cuando tú tienes la certeza de que no saben nada.
Por su agudeza, cuando tú les achacas solamente inocencia.
Porque tienen su pequeña vida aparte, en la que no participas para nada, cuando tú crees que dependen de ti en todo.
Los niños de hoy tienen exactamente lo mismo que los niños de los años 60, pero con tecnología, a la que seguimos mirando con miedo, pensamos que la Wii nos los va a idiotizar, a aislar, a convertir en una novela de Houllebeq, como cuando yo era un crío me decía mi madre "¡Deja ya la Sega Megadrive que llevas dos horas y te vas a quedar tonto!".
Y ya ven: mi madre tenía razón. Tonto del todo.
Lo que ha cambiado, y mucho, son los padres, salvo en el soniquete "¡Ay que ver los niños de hoy que no son como nosotros!", como si nuestra infancia fuera un ejemplo de algo, un paradigma del ideal de la felicidad bucólica y pastoril. Lo es, claro, pero sólo para nosotros, para los que ya la dejamos atrás.
Para mi gusto, y abro el debate que espero intenso, lo que define a la infancia es la capacidad de hacer de todo un juego, de comerse el chocolate de la vida a bocados, sin remordimiento, sin pesar, sin que les importe la consecuencia. En tanto mis amigos sean así, yo estaré de acuerdo en que son como niños.
Aquí, como ven, mi Ana asombrándose: eso que se ha descubierto se llama mano. Espero que un día vea la foto y lo recuerde.
A dos días de bucear, próspero atasco (esas horas de ejercicio zen y reflexión tan productivas para el alma), buen puente a todos y hasta el lunes.
X. Bea-Murguía (besos y abrazos a todos)
Etiquetas: Abraham García, David Torres, Niños de tiza, Rafael Reig