Queridos amigos:
si van a Estocolmo, háganme caso, lleven calcetines nuevos. Nada de tomates a lo
Paul Wolfowitz que les pueden sacar los colores. Los suecos tienen por costumbre descalzarse al llegar a una casa, propia o ajena. Dejan los zapatos en la puerta, bajo el perchero, con toda la normalidad del mundo, como si lo llevaran haciendo siglos (probablemente eso es lo que pasa) y entran sin hacer ruido.
Ahora entiendo que los extranjeros se descalcen por todas partes. En España, no tenemos esta costumbre, que podría no ser bien recibida, además, en según qué casa, pero, por supuesto, hay tantas maneras como países y yo no pretendo decir que lo nuestro es mejor. Ni mucho menos. Digo que es distinto y que estas cosas a mí me llaman la atención. En Estocolmo he asumido que estoy en casa ajena y me he comportado como si fuera sueco de toda la vida, como un
Alfredo Landa enamorado de las suecas, y mis zapatos se han desprendido del pie con la facilidad de los zuecos, lo que, por cierto, como trataré de contar, casi me cuesta un buen resfriado. En Estocolmo, en definitiva, he desayunado Kaviar y me he hecho el sueco.
Aunque en Suecia en las bodas no se reparten puros, le dije a
Peter, el novio, y él se mostró completamente de acuerdo, que toda buena costumbre tuvo una primera vez. Así que llevé una caja de puros, muy ricos, muy sanos, para la boda. Me tocó, encantado, asumir otra costumbre sueca: la de los discursos en las bodas. Fui invitado por el hermano del novio,
Thomas, a hablar de los puros o a decir lo que quisiera, así que me puse de pie (aún no estaba descalzo, que conste, que las costumbres suecas se asumen pero de una en una) y solté mi discurso, en inglés, breve e improvisado, dedicado a Peter y a
Charlotta, y que provocó en los invitados la habitual reacción de lluvia de ropa interior femenina. Es mi
natural charm. Cuando me senté en mi sitio, como mi hijo
Rodrigo había visto que la gente se había reído con mi discurso, vino y me soltó un...
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Papá, ¿ya has estado diciendo tonterías?--
Sí, hijo, ya sabes.Entre las tonterías que improvisé (nada de valor ni técnico sobre puros, no se vayan a pensar que me hice el listo... De eso nada), les dije que había traído aquellos puros, pero que eran muy malos para la salud, que no se los recomendaba. Esto hizo mucha gracia, porque, claro, en ese momento yo no caí en lo malo para la salud que, verdaderamente, puede llegar a ser fumar un puro en una boda sueca por la noche... en la calle.
Los suecos son, por lo menos los que yo he conocido, gente tan absolutamente amable y cordial como lo fue
Sofía, la encantadora editora y modelo que me sentaron al lado en la boda (desde aquí siento su envidia y no me extraña: es para tenerla) que me tradujo los discursos y las canciones. Lo digo porque no hubo un solo fumador de puros que, en la solidaridad del frío nocturno, obviara acercarse a mí y decirme: "
Buen discurso. Buen puro".
Entre los que se acercaron a alabar el puro,
Jonas, un sueco enamorado de Cuba y de los habanos que estaba sentado en mi mesa. Esto ya se lo contaré, porque no es una casualidad.
La fiesta terminó a la una de la madrugada y tanto mi cuñado
Diego como yo estabamos más por seguirla que por irnos a la cama, como era intención de nuestras mujeres (la mía se había marchado a la cama hacía un par de horas), así que, aunque estábamos dispuestos a conocer Estocolmo de noche por nuestra cuenta si fuera necesario, pedimos voluntarios para seguir la juerga.
Sería un poco largo explicarlo y no aportaría mucho a la historia: fuimos invitados a casa de Jonas a seguir la fiesta. Encantados. Llevamos a la suegra de Peter, a mi cuñada
Wenneke y los regalos a casa, donde todo llegó intacto... jeje... Bueno... Todo, todo, no. Cogimos un taxi, que conducía un argentino, y nos plantamos en casa de Jonas.
Al entrar, nos descalzamos. Yo tenía un tomate en el calcetín, pero en la planta del pie, donde no se ve (menos mal). Eran más de las dos de la mañana. Estaba empezando a clarear la noche. Amanecería en poco más de una hora. Jonas nos ofreció un manhattan.
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¿Qué es un manhattan?- además de una isla, claro.
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Un whisky con Martini Rosso y angostura... Está muy bueno. ¿Quieres probarlo?--
Vale -le dije y me acordé del martini seco de
Buñuel-.
Pero pónmelo sin angostura y sin Martini Rosso- y, luego, ante la cara de asombro de Jonas y las risas de los demás, añadí-.
Es una broma- y traté de explicarlo, pero fue inútil: no sabían quién era Buñuel... Sólo conocían a
Pedro Almorrana. Nadie es perfecto.
Aún más amable todavía, Jonas me honró con un Montecristo nº2 que casi me arranco y le doy un beso en la calva. Fui a encendérmelo, pero en Estocolmo, a las dos y media de la mañana, se fuma uno un Montecristo del dos en la terraza... Así... Descalcito... Con mi tomatito en la planta del pie... No estaba ni en mi casa ni en mi país y, por supuesto, acepté la amable invitación de Jonas y me salí a fumar con él, hasta que ya no pude aguantar la quemazón fría de las baldosas de la terraza en los pies (sobre todo en el circulito del tomate). Eran las tres y media de la mañana y ya era de día.
Yo tenía los pies helados y Diego, hipo, así que, después de un discurso contra
Gaudí (con el que yo no me mostré de acuerdo) decidimos irnos. Dimos las gracias al anfitrión y
Jesper y
Cecilia se ofrecieron a llevarnos a casa. Además, Diego andaba agobiado porque su truco infalible contra el hipo no le había funcionado y, ya se sabe, eso da mal rollo.
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Te parecerá raro -me dijo mientras se llenaba la boca de líquido, doblaba el tronco, como si quisiera tocarse los pies descalzos con la punta de la nariz, y tragaba -
pero a mí se me pasa así.
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Raro, no, lo que me parece es que podría llegar a ser peligroso para tu integridad que te entrara hipo según dónde estés... Pero, vamos, por lo demás, creo que deberías intentarlo con agua en vez de con un manhattan.X. Bea-Stockholm (HIP... HIP... HIP...)
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