¡Ay mi Paco! ¡Qué vergüenza!
Queridos amigos:
voy a contar un chiste que le va a hacer gracia a las mujeres.
-- ¡Pepa, Pepa! Que tu Paco se va tirando a todo el barrio.
-- ¡Huy, madre mía qué vergüenza! ¡Con lo mal que lo hace!
Hemos vivido tiempos mejores. Tiempos de respeto que hoy, quizá por la americanización de la sociedad, ya no lo son. Eran aquellos en que uno se vestía, por ejemplo, para ir al médico, que es un clásico de las madres:
-- Hijo, ¿adónde vas así? ¿Y si te pasa algo y tienes que ir a urgencias? ¡Qué vergüenza!
Como si lo estuviera deseando. Daban ganas de contestar:
-- Claro, mamá, me va a atropellar el 133 y voy a llegar a La Paz medio desangrado y preocupado porque tengo un palomino en los calzoncillos. No te apures, mujer, que si me atropella un autobús, nadie va a pasar vergüenza por mis calzoncillos porque no me va a reconocer ni mi madre.
A veces parecía un poco exagerado, pero visto ahora, desde la perspectiva privilegiada del tiempo, mi madre siempre tenía razón. De hecho, antiguamente los volantes de la Seguridad Social no eran como ahora, no. Antes decían:
Estarán de acuerdo conmigo en que aún subyace un rescoldo atávico en muchas mujeres que tiene que ver con esos tiempos pasados, como si la indumentaria del marido fuera una de esas tareas de género impuestas por la vida. En cierto modo, la frase "Yo, a mi Paco, lo llevo hecho un pincel" tiene bastante prevalencia. Es landista, pura y dura, es de película de Cine de Bodrio, pero todavía funciona. Mi mujer, y temo que lo que voy a decir ahora va a dar pie a una respuesta sin piedad por su parte, pero no me importa, me pasa revista todos los días antes de salir de casa. Yo me descojono porque ella, en el fondo, por muy moderna que sea, está preocupada por lo que pensará la gente de ella cuando me vean a mí mal vestido, ataviado con colores que no combinan (no voy a poner ejemplos, porque seguro que fallo). Me echa un disimulado vistazo de arriba a abajo y me dice:
-- Hoy vas muy guapo- con dulzura, amabilidad y beso.
O
-- Pero... ¿dónde coño te crees que vas así? -con los brazos en jarra y un rictus amargo en el rostro.
Supongo que es un atavismo femenino insuperable, por mucho que se empeñen. Yo, desde luego, no lo comprendo porque, es como el chiste, si su Paco se tira a todas las vecinas, pero es mal amante, del que hablarán mal es del tal Paco.
Sin embargo, en el modo de vestir hay un algo más que, a fuerza de repetirlo, mi madre sí me ha inculcado y que yo procuro, aunque no siempre tengo el buen gusto de mi señora, llevar a la práctica. Hoy la palabra respeto se ha vaciado de verdadero significado. El respeto no es una actitud pasiva, no tiene nada que ver con el "haz lo que quieras mientras no me afecte". El respeto a los demás debería ser todo lo contrario, un ejercicio activo, una práctica que tuviera que ver con la buena educación y no una ramificación de la desidia y el pasotismo (perdonen esta vena gabilonda que a veces me da). Yo he discutido mucho de esto con un amigo que decía:
-- ¿Qué más da cómo vayas a vestido a trabajar mientras seas productivo? -él trabajaba en una multinacional.
-- Entonces -contestaba yo-, ¿por qué no vas a currar en bañador?
Pero lo que me preocupa, en definitiva, del tomate en los calcetines de Paul Wolfowitz, presidente del Banco Mundial, no es el indescriptible mimetismo que, de pronto, su indumentaria ha adquirido solidariamente con la de los hippies antiglobalización que tratan de denigrar la institución que él representa; tampoco la falta de respeto hacia los demás que supone descalzarse y lucir un agujero que no debe ser tomado, de ningún modo, como una metáfora del estado de cuentas del banco. Lo que me rompe el corazón es la que estará pasando su pobre madre, que seguro que no quiere salir de casa porque es la comidilla del barrio. ¡Pobre mujer! Ella que iba al puesto de la fruta con la cabeza tan alta por lo lejos que había llegado su niño y, ahora... O tempora, o mores.
X. Bea-Murguía
NOTA AÑADIDA A LAS 9.30 am
Esta mañana, después de escribir la entrada, me he duchado y, al ponerme los calcetines, me he dado cuenta de que uno de ellos tiene un tomate por el que cabe el mundo. Me he visto la planta del pie, como un foco de luz en la penumbra del hilo, y no he podido evitar sonreírme y sentir cierta clase de solidaridad con Paul Wolfowitz. Así que he decidido salir de casa con un tomate en el calcetín. Si alguno de ustedes me ve hoy y quiere que se lo muestre, lo haré encantado: será una especie de performance de H.Wells & X.Bea-Murguía.
Sólo espero que no me atropelle el 133: no soporto que mi madre pase vergüenza.
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